lunes, 13 de diciembre de 2010

Soldati, o la falta de derechos sociales


I

Por el Dr. Andrés Gil Domínguez
(Constitucionalista - UBA-)

Toda Constitución delimita un orden económico que establece los mecanismos generadores de los recursos que posibilitan dotar de eficacia al sistema de derechos en su integridad. La Constitución argentina orienta el gasto público al desarrollo humano y al progreso económico con justicia social respecto de las personas y sus derechos.
Surge de los instrumentos internacionales sobre derechos humanos que tanto los derechos civiles y políticos como los derechos económicos, sociales y culturales son indivisibles e interdependientes y se ejercen sin discriminación. No se observan argumentos mediante los cuales se pueda justificar que ellos no sean derechos fundamentales y exigibles.
Existe una obligación constitucional e internacional emergente del Pacto de derechos económicos, sociales y culturales que impone al Estado argentino hacer efectivos de forma progresiva dichos derechos. Para que un Estado pueda justificar el incumplimiento de obligaciones mínimas en la materia, debe demostrar que ha realizado todo el esfuerzo posible en la utilización de los recursos disponibles.
La invocación de la nacionalidad no es un argumento constitucionalmente válido para negar la titularidad de un derecho. Un extranjero por el sólo hecho de habitar en la Ciudad puede ejercer el derecho a la libertad de expresión; de la misma manera también titulariza el derecho de acceso a una vivienda digna por el sólo hecho de ser persona y su ejercicio dependerá de razonables reglamentaciones y de la disponibilidad de recursos. Para que estos derechos puedan alcanzar un desarrollo son necesarias políticas públicas activas que no pueden depender del arbitrio discrecional de las autoridades. Los sucesos de Villa Soldati son un emergente de la ausencia del Estado en el desarrollo del espacio público y en una eficaz política de acceso a la vivienda. Que mueran personas por un pedazo de tierra en una Ciudad abundante en recursos es una afrenta que tendría que avergonzarnos.


II

Por el Dr. Guido Risso
(Constitucionalista - UBA-)


La tragedia ocurrida en Villa Soldati evidencia diversas cuestiones que ampliamente superarían los límites de esta breve reflexión académica. Sin embargo, deja en carne viva una cuestión fundamental que sí pretendemos analizar: las deudas pendientes de nuestra democracia.
Sucede que frente a determinados grupos sociales el sistema político mantiene tan sólo una semblanza democrática. Es decir, luego de varios años de restauración democrática, en Argentina aún se puede advertir que la desigualdad en la distribución de la riqueza sigue castigando a cierta parte –vulnerable– de la población que aún no ve realizado un derecho constitucional (artículo 14 bis) como es el acceso a una vivienda digna.
En la resistencia de aquellos que luchan por sus derechos poniendo el cuerpo se advierte un fenómeno paradojal –cada vez más común en nuestras democracias latinoamericanas—, una forma de ejercicio de derechos que parece estar vinculada con aquello que es, precisamente, lo contrario al derecho: la fuerza.
En suma, la democracia no puede legitimarse más sólo a partir de procedimientos burocráticos para vehiculizar la soberanía popular, pues debe convertirse en una verdadera democracia social para que los derechos se reconozcan a todos, y la fuerza no sea un instrumento paradojal de adquisición de derecho.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Ventajas del Parlamentarismo


Distintas figuras políticas y jurídicas se manifiestan a favor de atenuar los problemas que causa el hiperpresidencialismo en las instituciones. Hay que evitar las trampas de final trágico cuando se pierde la mayoría en las elecciones legislativas.



Por: Roberto Saba
Fuente: PROFESOR DE DERECHO CONSTITUCIONAL. DECANO FACULTAD DE DERECHO, UNIVERSIDAD DE PALERMO
La muerte de Raúl Alfonsín nos motiva a muchos a revisitar la obra de su presidencia y, en particular, algunos de los proyectos que, a pesar de no haber prosperado, no han perdido actualidad.

En este sentido, quiero detenerme en su iniciativa de intentar una reforma constitucional que aspiraba a darle mayor estabilidad al gobierno frente a la paradójica debilidad en que lo deja el hiperpresidencialismo establecido por la Constitución y alimentado por la práctica política. En 1984, le encargó el diseño de la propuesta a Carlos Nino. La idea era la de instaurar una nueva forma de gobierno semipresidencialista en Argentina, más cercana al modelo de los gobiernos parlamentarios europeos que al de la presidencia de los Estados Unidos, que parece funcionar más o menos bien sólo en ese país.

El diagnóstico que motivaba la propuesta era que la combinación de un Presidente elegido por el voto popular y el establecimiento de un mandato de tiempo fijo (cuatro años desde la reforma de 1994) genera una trampa de trágico final cuando el mandatario pierde el apoyo de las mayorías que lo votaron y aun le queda mucho (o incluso poco) tiempo por delante en el cargo. Ello podría traducirse, incluso, en la pérdida de la mayoría en el Parlamento. El Presidente, imbuido del enorme poder formal que le confiere la Constitución, carecería en esa circunstancia adversa del necesario poder real para llevar adelante sus políticas. El desenlace probable es su renuncia.

Ese final es una catástrofe de dimensión tsunámica tanto para el líder como para su grupo político, que puede hacerlos desaparecer de la escena política por años o décadas.

Por eso, se comprende la desesperación por renovar la legitimidad perdida que lleva al líder a idear todo tipo de parches para un sistema demasiado rígido con el fin de poder seguir gobernando: cambios en el gabinete, adelantamiento de elecciones, campañas electorales dramáticas del tipo "yo o el fin del mundo" o esta nueva propuesta de las candidaturas "testimoniales". Alfonsín y de la Rúa padecieron situaciones de este tipo en 1989 y 2001, respectivamente.

Un sistema más parlamentario, en cambio, intenta superar el grave problema de un Jefe del Ejecutivo que ocupa su puesto a raíz del voto de mayorías pasadas que ya se han desvanecido. El modelo se distingue por un aspecto central de su diseño: el Primer Ministro, cargo comparable al de nuestro Presidente, cuando observa que se pone en duda cuál es el real apoyo popular con el que cuenta, tiene a su alcance la poderosa y excepcional herramienta de disolver al Parlamento, es decir, hacer caducar los mandatos de todos los legisladores y convocar a elecciones legislativas con miras a ganar esas elecciones legislativas y así renovar una legitimidad que se supone perdida. Si vence, sigue adelante con renovadas fuerzas. Si pierde, la nueva mayoría parlamentaria vota su remoción y elige un nuevo Primer Ministro, que gobernará, ahora, con apoyo de las mayorías. Así, ese mandatario es siempre un líder que goza del apoyo popular y del acompañamiento de una mayoría legislativa en el Congreso, lo cual le permite gobernar. Esta especie de plebiscito es algo normal y hasta saludable en el contexto del parlamentarismo.

El problema no es el "plebiscito", sino el retorcimiento artificial de las reglas de juego vigentes en el hiperpresidencialismo para que ello suceda, degrandando las instituciones y la Constitución. Siempre es bueno que el gobierno sea respaldado por la mayoría del pueblo, pero el presidencialismo no deja espacio para que pueblo y gobierno coincidan porque deja atrapado al Presidente en un mandato de tiempo fijo.

Además de Alfonsín y de Nino, se han expresado a favor de esta propuesta de antídoto para curar nuestra debilidad institucional estructural, juristas y políticos que van desde el juez Raúl Zaffaroni al ex presidente Duhalde, pasando por Néstor Kirchner, que sostuvo en 2003 que "de las veintidós democracias estables existentes en el mundo, tomando como parámetro aquellas que han durado cincuenta años o más ininterrumpidamente, veinte son parlamentarias, y este dato algo nos tiene que decir. A primera vista parecería que el parlamentarismo presenta una mejor opción que el presidencialismo".

Muchos ven el problema. Sin embargo, parece ser que el único que podría avanzar con la solución es un Presidente que aún conserve su poder intacto, quizá al inicio de su mandato, pero, paradójicamente, ese momento es en el que ese mandatario cuenta con los menores incentivos para reducir su propio poder.

En este punto, quizá Alfonsín, cuando lanzó su propuesta en 1984, fue, también en esto, una excepción.


Artículo publicado en Clarín, 27/4/09

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Blog

Recomendamos la lectura del blog:

http://trasladodelacapital.blogspot.com/

Un análisis exhaustivo sobre el traslado de la capital, un proyecto que aún está pendiente.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Zaffaroni sobre el Parlamentarismo

Raúl Eugenio Zaffaroni, juez de la Corte Suprema, criticó el sistema "presidencialista" de Argentina y volvió a proponer la adopción de un modelo parlamentario, algo que viene defendiendo hace años. "El esquema está agotado y la política le está pasando por encima", declaró al canal de noticias Crónica TV.

"América latina, en los últimos 25 años, no tiene golpes de Estado, a Dios gracias, pero ha tenido una veintena de presidencias interrumpidas, muchas violentamente, con muertos, etcétera. Llegó el momento de empezar a pasar aun sistema que permita cambiar un gobierno sin matar a nadie", agregó el juez.

"Siempre opiné lo mismo. Todo esto que estamos viendo de candidaturas testimoniales, de funcionarios que se presentan como candidatos, de gente que se sale de un partido y que forma otro, o que se alía con otro, creo que la política real que estamos viviendo está superando la institucionalización", afirmó Zaffaroni

"Estas características que estamos viendo son todos manejos y hechos que serían normales en un sistema parlamentario, incluso hasta el adelantamiento de elecciones. La política está pasando por encima el sistema presidencialista", explicó el magistrado, y concluyó que "en Chile hay un sistema presidencialista, pero se adoptaron reglas del sistema parlamentario".

Las declaraciones de Zaffaroni apuntan a que se puedan tomar decisiones en el Congreso en casos de crisis política, aunque sin considerar que el adelantamiento de las elecciones fue votado por Diputados y Senadores. Por otro lado, opina implícitamente que el Gobierno está en jaque y que, si se aplicara el sistema parlamentario, tendría más opciones de sucesión para evitar una salida desordenada.

Sin embargo, para cambiar el sistema argentino a un modelo parlamentario sería necesaria una reforma constitucional como la de 1994, algo que no está en la agenda de ningún partido político. Las opiniones del magistrado tampoco implican que una eventual impugnación de las listas testimoniales sea apoyada por la Corte Suprema de Justicia, ya que no todos los magistrados piensan lo mismo que Zaffaroni.

FUENTE: www.perfil.com


sábado, 30 de octubre de 2010

Presidencialismo Vs. Parlamentarismo (parte IV) - Mario Bunge


Opinión

El presidencialismo, un verdadero cáncer

Mario Bunge
Para LA NACION

Martes 21 de julio de 2009


Es sabido que hay dos regímenes de gobierno democrático: el parlamentario, de origen británico, y el presidencial, de estilo norteamericano. También es sabido que casi todas las repúblicas del Tercer Mundo son presidencialistas.
En el régimen parlamentario, el primer ministro y sus colegas del gabinete son diputados elegidos por la ciudadanía. Sus poderes están estrictamente limitados y sus actos son juzgados constantemente, ya que sus opositores les exigen cuentas y los interpelan todas las semanas en el recinto parlamentario, en sesiones televisadas.
Los gobiernos parlamentarios tienen la gran virtud de ser vulnerables, por lo cual deben andarse con cuidado: pueden caer de la noche a la mañana por haber perdido un voto de confianza.
Este peligro o, mejor dicho, esta oportunidad, se da cada vez que el gobierno se vuelve minoritario. Esto ocurre cuando ha subido en virtud de una alianza de partidos y luego perdió el respaldo de las agrupaciones que lo han ayudado a llegar al poder.
En este caso, el primer ministro puede cambiar de ocupación, pero conservará su banca hasta las siguientes elecciones.
El presidencialismo, un verdadero cáncer
Semejante cambio transcurre sin que se dispare un solo tiro, sin que se mande a nadie al destierro y sin que ni siquiera se gaste dinero en una campaña electoral. La única erogación que ocasiona la operación de cambio de gobierno puede ser la redecoración de la residencia del primer ministro.
(Esto ocurrió en Canadá dos veces en el curso de ocho meses: cuando Pierre Elliott Trudeau, liberal y hombre de mundo, fue derrotado en el Parlamento por Joe Clark, conservador y provincial, quien a su vez fue sucedido por su predecesor. Al volver, Trudeau se sintió asqueado por el mal gusto de su rival. Repintar una residencia oficial cuesta mucho menos que derribar o enjuiciar a un presidente.)
En el régimen presidencial, el primer mandatario nombra los ministros que se le antoja, y ellos obran to his pleasure , a su gusto, a espaldas de la opinión pública y sin inquietarse por su futuro político. El presidente puede vetar cualquier proyecto de ley, y el parlamento no puede exigirles a él ni a sus ministros que comparezcan en cualquier momento ante los representantes del pueblo para dar cuenta de sus actos. Y si se lo permite un parlamento amigo o cobarde, el mandalluvias puede gobernar por decreto. Incluso puede derogar centenares de leyes, como lo hizo en un solo día el anterior presidente norteamericano.
Si comparece y queda en evidencia, al ministro-lacayo nada le pasa. Podrá ser acusado de crímenes de guerra, como ocurrió con John McNamara, Henry Kissinger y Donald Rumsfeld. Pero gozará de la impunidad que le confiere la complicidad con un mandatario casi todopoderoso.
En resumen, el régimen presidencial es lo más parecido a una autocracia que puede darse en una democracia política. No debiera de extrañar, entonces, que la mayoría de los gobiernos presidencialistas sean dictaduras o, por lo menos, dictablandas.
Tampoco debería extrañar que tantos de esos presidentes y sus ministros saqueen impunemente el tesoro público, incluso en naciones pobrísimas. Este saqueo no siempre implica meter la mano en la caja fuerte. Puede consistir en asignar inmensos trabajos a empresas amigas, a costos fabulosos y sin licitación pública. (Recuérdese los casos de las legendarias empresas Halliburton, Bechtel y Kroll, amigas de George W. Bush y de su vice, Dick Cheney.)
Si el presidente cuasiomnipotente es carismático, o si dispone de una buena agencia de imagen pública o de una eficiente maquinaria de movilización popular, puede generar el personalismo. Este, a su vez, le permite abusar del poder, como pasó con tantos personajes sin más visión ni competencia que la necesaria para seguir aferrados al poder.
El presidente cuasiomnipotente tiende a ser tomado como modelo. Los jóvenes que quieren triunfar lo copian hasta en sus tics. Si es propenso a la violencia, alienta a los matones. Si es corrupto, propicia el robo. Si es mitómano, justifica a los mentirosos. Si es inculto, pone de moda la incultura. En resumen, el mandalluvias torcido imprime su carácter deforme en toda una generación.
El presidencialismo disminuye todas las instituciones democráticas, empezando por el parlamento. Hace medio siglo, en pleno auge del PRI, un equipo de politicólogos mexicanos hizo una encuesta reveladora entre chicos de la escuela primaria. Una de las preguntas era: "¿Cuál es la función de los diputados?". La respuesta mayoritaria fue: "Los diputados son los ayudantes del señor presidente". ¡Sobresaliente!
Pocos años después, uno de mis hijos, que cursaba el tercer grado en una buena escuela mexicana, hizo una monografía sobre la historia del país. Allí escribió: "Las personas más importantes de la historia mexicana son Hernán Cortés y el presidente Echeverría". Su trabajo mereció una buena nota.
En aquella época, los mexicanos típicos que tenían alguna queja o pedido se dirigían al señor presidente, no al parlamentario de su distrito electoral. Y si les fallaba el presidente, no les quedaba sino la Virgen de Guadalupe.
Entre el Estado y el individuo no había organizaciones no gubernamentales que defendieran sus derechos.
El presidencialismo no sólo disminuye la democracia y favorece la corrupción, sino que también da un mal ejemplo que cunde: los dirigentes de todas las organizaciones tienden a adoptar el estilo presidencialista.
O sea: dan órdenes sin consultar a sus subordinados y menos aún los invitan a que participen en la toma de decisiones. El jefe de oficina actúa como un tirano, lo que es particularmente dañino cuando es incompetente.
El resultado del ejercicio de semejante liderazgo antidemocrático es la apatía de los de abajo: trabajan lo menos posible y no se atreven a sugerir cambios para resolver problemas. Muchísimo menos todavía piensan en modificaciones para mejorar el rendimiento de la organización, ya que no la sienten como cosa suya.
La democracia auténtica es participativa, porque no es otra cosa que autogobierno. La participación libre (voluntaria) no se puede falsear.
En cambio, la representación puede desvirtuarse de varias maneras: mediante el fraude, la compraventa de votos, la compra de espacios televisivos, la votación del tipo "quien saca más votos se queda con todo" (a diferencia de la proporcional), etcétera.
En una organización grande, la participación no puede ser directa: ha de ser representativa. Pero siempre es posible y deseable subdividir un sistema social grande en unidades menores. De esta manera, puede asegurarse la participación intensa en las unidades básica, junto con la representativa en las de orden superior.
Esta democracia, que llamo escalonada, se practica en todo el mundo. Pero, de hecho, rara vez se consulta a los de abajo sobre cuestiones importantes. Y rara vez se asciende de petiso de los mandados a director de empresa. Donde domina la mentalidad presidencialista, los ascensos están al arbitrio del mandamás. Y éste favorece al leal, o incluso al servil, por sobre el competente.
Son excepcionales las organizaciones en las que rige la meritocracia. En las más, dominan la autocracia y su fiel compañera, la mediocracia.
Las organizaciones meritocráticas son tan excepcionales que se las puede enumerar: entre ellas están el ejército ateniense de la época de Pericles, el ejército napoleónico, en el que "todo soldado lleva el bastón de mariscal en su mochila"; las cooperativas, las organizaciones no gubernamentales de bien público, tales como las asociaciones vecinales, la buena universidad, y pará de contar.
Raúl Alfonsín intentó, en la reforma constitucional de 1994, avanzar hacia un régimen parlamentario, pero su empeño no tuvo resultados en la práctica. Se explica: un régimen parlamentario no da cabida a un mandatario omnímodo, sea populista como Perón o plutocrático como los Bush.
Se objetará que el parlamentarismo no es garantía de buen gobierno. Es verdad. La perfección es prerrogativa de la matemática y del arte. Hay por lo menos dos maneras de desvirtuar el régimen parlamentario. Una es combinarlo con el presidencial, como ocurre en Francia. Si ambas ramas pertenecen al mismo partido, pueden funcionar. De lo contrario, los parlamentarios gastan más tiempo peleando entre sí que legislando. (Esto sucedió durante la última fase del "gobierno de cohabitación" del presidente socialista François Mitterrand con el jefe de gabinete conservador, Jacques Chirac.)
Otra manera de desvirtuar el parlamentarismo es elegir un parlamento sumiso, que se limite a aprobar todos los proyectos que le proponga el presidente. En este caso, el parlamentarismo apenas se distingue del presidencialismo, porque, de hecho, el parlamento no cumple su papel específico.
En todo caso, es más fácil corregir errores y evitar delitos políticos cuando el poder se distribuye que cuando se concentra. Esto se debe, en parte, a que el poder se debilita al diluirse (democratizarse). Y también a que el poder compartido incluye el debate y la transparencia.
En resumen: el presidencialismo es un cáncer que tiende a la metástasis en toda la sociedad. Habiendo fracasado desde su origen, en 1776, es hora de reemplazarlo por el parlamentarismo, el que invita a intensificar la participación, que es el carozo de la democracia auténtica. Además, divide menos y cuesta mucho menos. Aliente el parlamentarismo y ahórrese unos pesos.

martes, 26 de octubre de 2010

Presidencialismo Vs. Parlamentarismo (parte III) - Nota de La Nación


Parlamentarismo vs. Presidencialismo ¿Cuál es el mejor modelo para la Argentina?

Opinan Zaffaroni, Sebreli, Cheresky, Mustapic, Peltzer y los ex presidentes Raúl Alfonsín y Eduardo Duhalde
Por Jorge Liotti

Domingo 3 de junio de 2007


"De las veintidós democracias estables existentes en el mundo, tomando como parámetro aquellas que han durado cincuenta años o más ininterrumpidamente, veinte son parlamentarias, y este dato algo nos tiene que decir. A primera vista parecería que el parlamentarismo presenta una mejor opción que el presidencialismo."
¿Quién es el autor de esa frase? Ni más ni menos que Néstor Kirchner. Pero, eso sí, no es de ahora -cuando su estilo personalista de ejercer el poder despierta temores de afanes hegemónicos- sino de poco antes de asumir la presidencia, en 2003. cuando en el libro Después del derrumbe. Teoría y práctica de la política de la Argentina que viene , Kirchner proponía "incorporar a la agenda" el debate en torno a un cambio de sistema para superar "la rigidez del presidencialismo" que "no permite el cambio ante situaciones de crisis".
El debate, por cierto, sigue pendiente y se reactualiza en cada instancia electoral:¿podría un cambio en el sistema de gobierno fortalecer el andamiaje institucional del país para evitar las oscilaciones entre ciclos de liderazgo personalista y períodos de vacío de poder? ¿Podría un viraje hacia el parlamentarismo interpretar más eficazmente la fragmentación de partidos que se nota en el proceso electoral de este año?
O, más coyuntural aún, ¿el debate parlamentarismo vs. presidencialismo podría formar parte de las propuestas que, según la Casa Rosada, llevaría adelante Cristina Fernández de Kirchner para mejorar la calidad institucional si fuera finalmente candidata?
Quienes respaldan la adopción de un sistema parlamentario al estilo europeo argumentan que ese sistema limitaría la inclinación al personalismo que exhiben los presidentes en la Argentina, y que es más flexible frente a situaciones de crisis, porque al permitir un recambio rápido del jefe de Gobierno evita el desgaste al que expone un mandato fijo, como el presidencial.
El ejemplo más cercano lo ofreció la crisis de 2001, cuando el debilitamiento de Fernando de la Rúa llevó al país al umbral del estallido social. Un sistema parlamentario argumentan sus defensores- hubiera evitado esos traumas y hubiese logrado una transición más fluida a través de la elección de un nuevo jefe de Gobierno.
En la vereda de enfrente se ubican quienes entienden que un sistema parlamentario incrementaría la inestabilidad institucional porque brinda la posibilidad de cambiar de gobierno en cualquier momento con un simple realineamiento de las alianzas en el Congreso.
También sostienen que los países latinoamericanos reflejan una tendencia histórica hacia los liderazgos fuertes, que se ve mejor representada con el presidencialismo de matriz norteamericana.
En cambio, para Juan José Sebreli, la idiosincrasia no es en este asunto algo relevante: "El planteo de que el presidencialismo forma parte de la idiosincrasia argentina y latinoamericana no se ajusta a la realidad, porque si el sistema fracasó en más de un siglo de vigencia quiere decir que no responde tanto a la idiosincrasia".
A propósito, Enrique Peltzer, profesor de la UCA y autor del libro Los presidentes , explica: "Se suele confundir el sistema parlamentario con un sistema colegiado. El poder personal se desarrolla igual en un sistema parlamentario. La prueba está en figuras como Adenauer, De Gásperi, Churchill, Felipe González o Golda Meir".
El Ejecutivo, usina parlamentaria
Desde la crisis de 2001-2002, el Congreso argentino mantiene una imagen positiva en la opinión pública que varía entre cero y cuatro por ciento (apenas un poco mejor que la que tienen los partidos políticos), según la medición anual de instituciones que elabora el Centro de Estudios Nueva Mayoría. Pero para el sociólogo e investigador del Conicet Isidoro Cheresky, el debilitamiento del Congreso se debe no sólo a los casos de corrupción en los que se vio envuelto, sino también a que "la debacle de 2001 favoreció una concentración de poderes en el Ejecutivo en desmedro del Congreso, que fue justificada por los ciudadanos por la excepcionalidad de la situación".
En la Argentina, el Congreso emerge hoy marginado del circuito de decisiones clave. Los legisladores fueron espectadores en toda la renegociación con los acreedores privados, y se enteraron por televisión de la decisión de cancelar la deuda con el FMI. Lo mismo ocurrió con la reformulación de la mayoría de los contratos de servicios públicos.
Peor aún, el Senado y la Cámara de Diputados aprobaron iniciativas que recortaban sus facultades legislativas, como las sucesivas prórrogas de la emergencia económica y la polémica cesión de atribuciones al jefe de Gabinete conocida como "superpoderes". Algo similar ocurrió cuando se sancionó la creación de cargos específicos para financiar obras en las redes de gas y electricidad, fondos que fueron cuestionados por la falta de control parlamentario.
Además, en los últimos años todos los temas de alto significado político fueron generados por la Casa Rosada o, como en el caso de la reducción de la Corte Suprema, por iniciativas de la senadora Cristina Fernández de Kirchner. Desde la criticada reforma al Consejo de la Magistratura hasta la elogiada ley de educación el Poder Ejecutivo emergió como la principal usina parlamentaria. Por contraste, el Congreso se exhibió incapaz de avanzar con iniciativas propias de significación, como la frustrada reforma política o el sistema de juicio por jurados, hoy congelado.
Según María Barón, editora del Directorio Legislativo (publicación que reúne información actualizada sobre los legisladores y el funcionamiento del Congreso), el promedio del último lustro indica que "por año se aprueban alrededor de 160 leyes, de las cuales el 60 por ciento las ingresa el Poder Ejecutivo".
Esta dinámica queda plasmada con claridad los martes en las reuniones de labor parlamentaria del Senado. Allí se debería definir el temario de la sesión de los miércoles, pero ahora ocurre que en muchas ocasiones se elabora una agenda tentativa, a la espera de la confirmación del Gobierno. Es habitual que surjan novedades de último momento por pedidos del Ejecutivo o que se deba improvisar una sesión, como ocurrió hace un mes para aprobar el ingreso al país de tropas extranjeras que debían participar en el ejercicio naval Unitas.
Pero precisamente este cuadro de marcada devaluación política ha motivado a referentes políticos, jurídicos y académicos a promover una reforma constitucional que conceda mayor poder al Congreso. En particular frente al inédito escenario que el presidente Kirchner ha instalado en la opinión pública al promover la candidatura de su esposa para sucederlo en la Presidencia.
Algunos se pronunciaron por un cambio hacia un modelo semi-parlamentario al estilo francés (con un presidente con funciones en política exterior y defensa, y un primer ministro que administra y gobierna en cuestiones internas), y otros, directamente por un esquema parlamentario, como por ejemplo el italiano (con un presidente como garante institucional y un premier a cargo de todas las áreas de gobierno).
"Creo que está a la vista la situación en que se encuentra el Congreso de la Nación con un presidencialismo hegemónico. En este sistema, los órganos de la administración desarrollan una tendencia a eludir la intervención parlamentaria y suelen ser extremadamente parcos a la hora de rendir cuentas", sostiene el ex presidente Raúl Alfonsín ante la consulta de LA NACION. Según el líder radical, "un sistema parlamentario facilitaría el logro de consensos básicos".
Precisamente Alfonsín fue el primero que a mediados de los 80 abrió esta discusión al integrar el Consejo para la Consolidación de la Democracia. Este órgano, encabezado por Carlos Nino y compuesto por un grupo de notables, propuso el establecimiento de un modelo semiparlamentario. Ezequiel Nino, hijo del presidente de ese Consejo y codirector de ACIJ, recuerda que "esa reforma había sido consensuada con [Antonio] Cafiero, pero quedó en la nada cuando [Carlos] Menem ganó la interna peronista. Después, en la Convención Constituyente de 1994, se produjo un debate entre los que estaban a favor y los que estaban en contra de una reforma en el sistema de gobierno. Por eso quedó un híbrido, con una figura incierta como la del jefe de Gabinete".
El cambio de sistema
Eduardo Duhalde es otro ex mandatario que está a favor del parlamentarismo como una forma de limitar el poder presidencial. "El presidencialismo es el peor de los sistemas, es nefasto. Es un traje hecho a la medida de Estados Unidos, donde el sistema de gobierno está teñido con elementos históricos y religiosos. Pero es un traje copiado que a nosotros nos ha malvestido", señala en diálogo con este diario.
Aunque reconoce que "no se encuadra mucho con el verticalismo propio del peronismo", Duhalde esgrime que se debe analizar un cambio hacia el sistema parlamentario porque en él "todas las políticas son más estables". Comenta además que está insistiendo al BID y a la CEPAL para que financien estudios sobre la conveniencia de instaurar regímenes parlamentarios en América latina.
Para Peltzer un cambio al sistema parlamentario "es la única alternativa viable", y sostiene su posición con datos: "Funciona muy bien en los países de Europa, en Israel, en Australia, en Nueva Zelanda, en Japón, en la India. El presidencialismo, por el contrario, ha tenido problemas en Venezuela, Ecuador, Perú, Brasil y Argentina, donde en los últimos ochenta años sólo tres presidentes terminaron su mandato".
Sin embargo, no hay demasiadas experiencias en el mundo de cambios de sistema de gobierno dentro de los mecanismos de una república democrática. El ejemplo más mencionado es la reforma de la constitución francesa que, en 1958, dio lugar a la V República, aunque en este caso fue para otorgar más poder al presidente. También se alude al caso del referéndum de 1946 en Italia, aunque en este caso fue para abolir la monarquía y adoptar un régimen republicano con sistema parlamentario.
El presidencialismo, dice Sebreli, "por un lado demostró debilidad, ya que pocos presidentes terminaron sus mandatos. Pero en la medida en que no fracasaron, terminaron en un caudillismo al estilo latinoamericano. Parecen conceptos contradictorios, pero en realidad se complementan".
El Congreso parece jugar un doble rol en el esquema institucional del país. Con presidentes fortalecidos, como por ejemplo Menem o Kirchner, cumple un papel periférico, y con presidentes debilitados, como Fernando De la Rúa o Alfonsín en el último segmento de su mandato, termina transformado en el ariete de la embestida opositora. Así lo piensa Martín Böhmer, profesor de la Universidad San Andrés y director de Justicia del Cippec: "Eso ocurrió con el rechazo del Congreso a la ley sindical, conocida como ley Mucci, que inició el desgaste de Alfonsín, y con el caso de los sobornos en el Senado, que fue el principio del fin de De la Rúa".
Por eso entiende que una de las ventajas que tendría el parlamentarismo es que "necesariamente el Ejecutivo y el Legislativo son del mismo signo político cuando empieza un mandato".
Para Eugenio Zaffaroni, ministro de la Corte Suprema, hay una "contradicción" entre el sistema electoral y el sistema presidencial. "El sistema electoral de representación proporcional tiende a fragmentar fuerzas políticas, y eso hace desaparecer los partidos políticos y las lealtades partidarias, con lo cual cada vez se le dificulta más al Poder Ejecutivo la conformación de un bloque propio en el Parlamento". El juez admite que este escenario aún no se planteó en el nivel nacional, pero pone como ejemplo la destitución de Aníbal Ibarra, quien no contaba con mayoría legislativa propia. También se podría agregar lo que ocurrió en La Rioja, con Angel Maza, o en Tierra del Fuego con Jorge Colazzo, ambos removidos por las legislaturas provinciales. Zaffaroni sugiere además la adopción del modelo alemán, que contiene una cláusula por la cual un gobierno no cesa en sus funciones hasta que no haya otro gobierno constituido.
El ensayista Fernando Iglesias, integrante de la mesa intercultural de la Coalición Cívica, también respalda un cambio hacia el parlamentarismo, aunque plantea que "tiene que formar parte de reformas más amplias que también incluyan un nuevo esquema de financiación de los partidos y una regionalización del país. Debería haber sólo siete u ocho regiones con fuerte presencia parlamentaria".
No todos a favor
Pero el ejercicio intelectual de debatir un viraje hacia el parlamentarismo también tiene opositores. La profesora de la Universidad Di Tella Ana María Mustapic, especializada en temas legislativos, no visualiza mayores beneficios en un cambio de sistema. Según ella, "el régimen parlamentario no impide la concentración de poder. En realidad sólo hay una transferencia de poder del presidente al partido o los partidos dominantes".
Tampoco cree que con el parlamentarismo se resuelvan las crisis institucionales, porque éstas tienen más que ver "con cuestiones de liderazgos que con el tipo de gobierno". Para ella, un caso testigo es el fracaso de la elección de Adolfo Rodríguez Saá: fue elegido por el Congreso para reemplazar a De la Rúa, pero a la semana, aislado por el justicialismo, debió abandonar el poder.
Más allá del debate intelectual sobre las ventajas de cada uno de los sistemas de gobierno, la posibilidad de un cambio a través de una reforma constitucional emerge como un desafío adicional. Algunas de las fuentes consultadas creen que la gran posibilidad fue la crisis de principio de siglo. Otras, en cambio, sostienen que las transformaciones estructurales deben hacerse en períodos estables, como el actual. En este caso haría falta que el Presidente retomara sus propuestas de cuatro años atrás.

jueves, 21 de octubre de 2010

Presidencialismo Vs. Parlamentarismo (parte II)

PRESIDENCIALISMO VS. PARLAMENTARISMO: EL DEBATE INTERMINABLE

¿Es el sistema de representación parlamentaria, con elección indirecta del jefe de Estado, el más acorde para enfrentar las crisis de gobernabilidad, o tan sólo se requiere un presidente fuerte pero abierto al diálogo, con capacidad de conducción ante los problemas que atañe el sistema vigente? De cara a las próximas elecciones legislativas, Revista 2010 estuvo presente en la conferencia “Presidencialismo y parlamentarismo: ¿un debate renovado?”, donde Raúl Zaffaroni y Juan Manuel Abal Medina desmenuzaron ventajas y desventajas de ambos sistemas.

Por Lautaro González
Desde la Independencia hasta los comienzos del siglo XXI, la discusión acerca de cuál es el mejor sistema político para garantizar la gobernabilidad en Argentina sigue latente. Si bien estos sistemas no existen en estado puro, ya que también se puede hablar de semipresidencialismo, semiparlamentarismo o de distintas situaciones que mezclan ambos sistemas de gobierno, es necesario analizar un conjunto de variables que contribuyan a refrescar el debate acerca del desempeño de las instituciones en un determinado régimen político, en este caso en Argentina.
La Manzana de las Luces, emblema patrio donde en 1811 el General Manuel Belgrano supo ser Jefe del Regimiento de Patricios, fue el lugar elegido. Organizada a sala llena por el Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento (CIPPEC), junto a Iniciativa para el Fortalecimiento del Estado y la Democracia (IFED), los expositores Raúl Zaffaroni, ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, y Juan Manuel Abal Medina, secretario de Gabinete y Gestión Pública de la Nación, caracterizaron la situación.  
 “Es muy importante no perder la noción que estamos hablando de modelos ideales. No existe un parlamentarismo o un presidencialismo, lo que uno encuentra son distintos tipos de regímenes políticos en un conjunto muy amplio de variables que pueden alejarse o acercarse a estos tipos de gobierno”, advirtió Abal Medina en el inicio de la conferencia.   
Si bien el parlamentarismo, fundado en Inglaterra en 1640, es el sistema que prevalece en Europa, atribuirle los niveles de desarrollo o estabilidad democrática del viejo continente es una exageración. El mismo prospera en Europa y en unas pocas ex colonias británicas, como Australia o Nueva Zelanda, pero no ha generado los mismos resultados en otros países. No sólo Suecia o España son parlamentaristas, también lo son Bangladesh, Turquía, Bután, Marruecos y Tailandia. Además, no existen antecedentes históricos del tránsito de un sistema presidencialista a otro parlamentarista de manera más o menos pacífica.
En Argentina, la reyerta entre presidencialismo y parlamentarismo se instaló en 1983 con la vuelta a la democracia, cuando la transición española funcionaba como espejo para América Latina. El presidencialismo, según se consideraba, estaba detrás de la inestabilidad democrática de la región. Ya en 1985, Raúl Alfonsín lanzó el Consejo para la Consolidación de la Democracia, una comisión asesora de alto nivel que recomendó una reforma constitucional hacia un régimen parlamentarista. De cara al Bicentenario, las teorías se han refinado conjuntamente con la evolución de los análisis que buscan otro tipo de variables (nivel de ingreso, poder militar, etc.) para complejizar el tema.  
Dos modelos y un abanico de opciones
La literatura acerca de los sistemas de gobierno entiende al presidencialismo como un sistema de división de poderes y al parlamentarismo como un sistema de fusión de éstos. Mientras que en el primero el Poder Ejecutivo (PE) y el Poder Legislativo (PL) son electos de manera independiente, con duración que no depende del otro poder, en el parlamentarismo es el PL quien selecciona y puede destituir al PE; éste, a su vez, puede disolver a la Asamblea.   
Quienes respaldan al sistema parlamentario al estilo europeo argumentan que se limitaría la inclinación al personalismo que exhiben los presidentes en la Argentina, y que es más flexible frente a situaciones de crisis, porque al permitir un recambio rápido del Jefe de Gobierno evita el desgaste al que expone un mandato fijo, como el presidencial.
“Son dos modelos –continúa Abal Medina- que tienen lógicas intrínsecas particulares que obedecen a desarrollos históricos particulares, muy diferentes uno del otro. Lo que llamamos parlamentarismo es un régimen que tiene cerca de 800 años de vida, que fue cambiando a lo largo del tiempo de manera evolutiva. Por otro lado, el presidencialismo es un producto de un diseño institucional. Los padres fundadores de la democracia norteamericana, pensadores de EEUU como Hamilton, idearon una forma de gobierno alternativa al parlamentarismo existente”.  
“Cuando uno se introduce en el análisis, lo que se ve es tantos parlamentarismos y presidencialismos como sistemas que hoy se aplican. De modo que hay una disparidad y dispersión dentro de estos universos, por eso veo más tipos ideales de gobiernos que clasificaciones precisas”, sintetiza el secretario de Gabinete y Gestión Pública de la Nación.
Para el funcionario, la cuestión del presidencialismo se plantea en términos de la cantidad de capacidades legislativas que poseen los presidentes. Advierte, y no es un dato menor, que ambos sistemas, haya división de poderes o no, tienen facultades tanto legislativas como ejecutivas. Dentro de un sistema presidencialista el presidente tiene capacidades legislativas, mientras que en el parlamentarismo el Parlamento también tiene obligaciones ejecutivas.
Por esta razón, en el parlamentarismo el análisis pasa por el sistema electoral, es decir,  por el sistema de partidos. “Lo que separa a los parlamentarismos en su ejercicio específico es su funcionamiento en dos partidos, con un desenvolvimiento sólido y fuerte con mayorías y minorías claras, como el modelo tradicional británico, o si por el contrario tienden a establecerse con muchos partidos políticos. Con lo cual la práctica usual es un gobierno de coalición. También en el presidencialismo el número de partidos afecta fuertemente el tipo de sistema. Ya que depende del dominio del partido del presidente en las cámaras parlamentarias”, destaca Abal Medina.  
El semipresidencialismo como producto de diseño
El sistema parlamentario intenta superar el grave problema de un Jefe del Ejecutivo que ocupa su puesto a raíz del voto de mayorías pasadas que ya se han desvanecido. El modelo se distingue por un aspecto central de su diseño: el Primer Ministro, cargo comparable al de Presidente, cuando observa que se pone en duda cuál es el real apoyo popular con el que cuenta, tiene a su alcance la poderosa y excepcional herramienta de disolver al Parlamento. Es decir, hacer caducar los mandatos de todos los legisladores y convocar a elecciones con miras a renovar una legitimidad que se supone perdida. Si vence, sigue adelante con renovadas fuerzas. Si pierde, la nueva mayoría parlamentaria vota su remoción y elige un nuevo Primer Ministro, que gobernará, ahora, con apoyo de las mayorías. Así, ese mandatario es siempre un líder que goza del apoyo popular y del acompañamiento de una mayoría legislativa en el Congreso, lo cual le permite gobernar.
Esta especie de plebiscito es algo normal y hasta saludable en el contexto del parlamentarismo, ya que siempre es bueno que el gobierno sea respaldado por la mayoría del pueblo. En cambio,  para los críticos del presidencialismo éste no deja espacio para que pueblo y gobierno coincidan, porque atrapa al Presidente en un mandato de tiempo fijo, lo que dificulta generar consenso a la hora de afrontar situaciones de gobierno divido o doble poder (PE en manos del Presidente y PL controlado por la oposición), o de inestabilidad institucional, donde la “solución militar” asoma con fuerza en el imaginario social.  
Por otro lado, esa idea de división de poderes en el presidencialismo es considerada por varios autores como una característica saludable, ya que permite incluir una mayor pluralidad de intereses y llegar así a generar un aumento en la necesidad de acuerdos. Además, la capacidad de control de los votantes se ve reflejada en el apoyo o no del voto popular a la gestión del presidente en turno, hecho que se dificulta observar en el parlamentarismo, al existir gobiernos de coalición partidaria. “Como síntesis de estos tipos de gobierno -advierte Abal Medina- aparece el semipresidencialismo como producto de diseño específico, que combina en parte la lógica de los otros dos. Es el único sistema que integra presidencialismos y parlamentaristas que se transforman en él. Es un sistema que está muy bien visto, porque una particularidad de los diseños políticos es que en el 99 por ciento de los casos no hay transformación, debido a la estabilidad institucional que lleva una trascendencia muy difícil de cambiar. El semipresidencialismo hace que cuando el partido de gobierno tiene mayoría en la cámara actúa como si fuese un diseño presidencialista, pero en el caso que ese partido pierda la mayoría en la cámara tiende a actuar como un gobierno de tipo parlamentarista”.   
“Presidencialismo con muletas”
En plena campaña electoral, Raúl Zaffaroni, ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, se atreve a salir de lo meramente coyuntural. “Hay algo en América Latina que llama la atención. En estos 25 años de gobiernos institucionales, por suerte no hemos tenido golpes de estado, salvo el caso del autogolpe de Fujimori. Sin embargo, hemos tenido presidentes electos interrumpidos. En casi todos los casos se produjeron crisis de sistema, que se superaron de manera violenta. Algo no funciona en la institucionalidad de América Latina”.
El ministro de la Corte Suprema apoya la variabilidad en ambos sistemas de gobierno, pero en cuanto a la distribución geográfica de los mismos advierte el dominio presidencialista de EEUU en América Latina y en el África subsahariana. “Si se empalma con los modelos de la región, nos encontramos con algunas dificultades. El modelo semiparlamentario surge en Francia en un momento de crisis. Un modelo que se ha extendido en algunos países de Europa oriental con graves dificultades. El modelo semipresidencialista es, en definitiva, un presidencialismo con muletas, que ayuda al presidente que queda en minoría en el Parlamento  a terminar su mandato”.   
Asimismo, Zaffaroni explica las diferencias con el modelo parlamentario: el jefe de un sistema parlamentario también tiene poder y lo ejerce como poder moderador, como lo llamaban los constitucionalistas de la monarquía francesa. “En el momento de la crisis (el Jefe de Estado) es el que convoca a los líderes de los partidos en la constitución del nuevo gobierno, y en última instancia tiene la posibilidad de disolver el Parlamento y convocar a elecciones. No es poco el poder que tiene”.  
“Creo que en América Latina tenemos un problema institucional serio –continúa el ministro- y no lo podemos ver en un mero corte longitudinal, sino que tenemos que percibirlo desde una perspectiva histórica, geográfica de nuestra región. Nuestra ciudadanía ha crecido en base a movimientos populistas. Y si no fuera por esos movimientos, la base de ciudadanía real no se hubiese ampliado. Si hacemos el balance del siglo XX, existimos gracias a esos populismos. Sin embargo, la reacción contra esos populismos ha tenido un alto grado de crueldad. Hay que pensar en reformas institucionales que eviten este tipo de regresiones. No tenemos que tener miedo a innovar pero debemos hacerlo reflexionando”, agrega Zaffaroni.
Uno de los defectos del presidencialismo es la rigidez que deriva de la duración fija del mandato del presidente, lo que en teoría priva al sistema de la capacidad de adaptación necesaria en momentos de crisis. Sin embargo, la experiencia latinoamericana de los últimos años, particularmente la Argentina, pone en cuestión esta vieja tesis. Luego de los cacerolazos y saqueos de diciembre de 2001, el Congreso designó a Eduardo Duhalde, como parte de un acuerdo radical-peronista que permitió recuperar la paz social, ordenar la economía y organizar nuevas elecciones.
Estas situaciones revelan una flexibilidad inesperada en los sistemas presidencialistas, que lograron procesar cambios de gobierno, en algunos casos acompañados por dramáticos derrumbes económico-sociales, sin que por ello colapsara todo el sistema. El hilo institucional, muy tironeado, nunca se rompió del todo. “El argumento de que no tenemos experiencia para cambiar e innovar me resulta conservador. Debemos pensar en recomponer las instituciones que nos han llevado a situaciones que no queremos repetir”, concluye Zaffaroni.
SISTEMA PARLAMENTARIO
1- La elección del gobierno (PE) emana del Parlamento (PL) y es responsable políticamente ante éste. A esto se le conoce como principio de confianza política, ya que PL y PE están estrechamente vinculados, dependiendo el ejecutivo de la confianza del Parlamento  para subsistir.
2- Nació en Inglaterra (segunda mitad del siglo XVII), donde hubo transición de la monarquía absoluta a la monarquía limitada y al parlamentarismo moderno.
3- Los miembros del gobierno o gabinete (jefe de gobierno y sus ministros) también son parte del Parlamento   .
4- El PE se divide en dos,  con un Jefe de Gobierno y un Jefe de Estado.  El Jefe de Gobierno (o Primer Ministro, Canciller o Presidente del Consejo de Ministros) es quien ejerce la función ejecutiva, dirige la política internacional del Estado y coordina la acción administrativa de los ministerios,  también puede proponer la disolución del Parlamento. El Jefe de Estado (monarca o presidente) representa a la nación y ocupa la más alta jerarquía dentro del Estado. Desarrolla un papel más bien simbólico y de influencia psicosocial en la población;  es elegido de manera indirecta (por el Parlamento, asamblea especial o sufragio indirecto), entre los candidatos propuestos por el gobierno. Debe promulgar las leyes aprobadas por el Parlamento, sancionar decretos, refrendar los tratados internacionales y eventualmente pronunciar la disolución del Parlamento.
SISTEMA PRESIDENCIALISTA
1- El presidente es la figura central que dirige el gobierno o PE. Es elegido de forma directa por sufragio universal y concentra en un único cargo los poderes de Jefe de Estado y Jefe de Gobierno.
2- Tiene su origen en la Constitución de EEUU de 1787.  A medida que las naciones hispanoamericanas obtuvieron su independencia de España, adoptaron este sistema consagrándolo en sus respectivas constituciones.
3- Cuenta con la separación jurídica de los poderes (Legislativo, Ejecutivo y Judicial), además de la colaboración práctica entre los mismos, aunque predomina el PE en razón de su origen popular (elección directa) y su independencia. El presidente es electo por el pueblo (voto universal directo) para un tiempo determinado de mandato. El presidente ostenta tanto el carácter de jefe de Estado como el de jefe de Gobierno, por lo tanto no solo representa a la Nación y cumple funciones de tipo formal y protocolario, sino que es el jefe de la administración pública; nombra y remueve libremente (con total independencia del Parlamento) a sus ministros y demás colaboradores inmediatos, preside el Consejo de Ministros, traza la política gubernamental en los diferentes campos de acción, es el director de las relaciones exteriores del Estado y el comandante supremo de las fuerzas armadas.
4- No existe en este sistema la institución del voto de censura (sistema Parlamentarista) por parte del Congreso, que pueda obligar a renunciar a uno o varios ministros, o al gabinete en pleno, con el jefe de gobierno a la cabeza. No existe el derecho del gobierno de disolver el Congreso, ello equivaldría a un golpe de Estado y a la posible implantación de un régimen de facto.


FUENTE: http://www.revista2010.com.ar