viernes, 1 de julio de 2011

Nuestro Presidencialismo absoluto

Por Luis Rappoport

Los rasgos que distinguen a un régimen absolutista son la centralización del poder, la articulación de ese poder con la fe y la institucionalización de una sociedad cortesana. En el ejemplo clásico de monarquía absoluta – la Francia de Luis XIV –, el Rey centralizaba el poder. La expresión “muerto el rey, viva el rey” no aludía al sucesor de un rey difunto. Aludía a la única institución que había que respetar: el Rey. La frase expresaba que, aunque muriera el rey, persistiría la monarquía.
Este sistema se distingue de las repúblicas y de las monarquías constitucionales.
En éstas, el poder está descentralizado y los cargos electivos requieren del consenso ciudadano con un tramado de partidos políticos y mecanismos de representación y participación.
El poder, para que sea legítimo, debe ser limitado por las leyes.
Los presidentes, los reyes y los primeros ministros son tan esclavos de la ley como cualquier ciudadano.
Pero el absolutismo no es exclusivamente monárquico: en Hispanoamérica, se desarrolló el presidencialismo absoluto. Nuestro país es un buen ejemplo.
Este tipo de presidencialismo tiene los mismos rasgos: centralización del poder, articulación de este poder con la fe y sociedad cortesana.
La presidencia absoluta es la única institución que concentra el poder.
Y, tal como en la monarquía absoluta, no necesita organismos de control, publicidad de los actos de gobierno, justicia independiente, funcionamiento parlamentario y tantas otras cosas de las repúblicas y de las monarquías constitucionales.
La votación popular y el límite al período presidencial son las diferencias obvias con la monarquía absoluta . La primera depende del capricho de los votantes, que pueden cambiar al presidente aun cuando se preserva el sistema. El límite al período electoral se puede eludir con el antiquísimo recurso del matrimonio: así podemos llegar a 12 años de absolutismo. Pero hay otras diferencias menos analizadas.
Una de ellas es la naturaleza de la fe . Luis XIV vivía tranquilo con los ritos de la Iglesia, que él presidía. En nuestro caso hay que inventar de la nada una fe suficientemente amplia como para que llegue a Islandia. Por fortuna, una vez que la fe está en marcha, los cortesanos saben evitar comprobaciones empíricas y responden al imaginario que esa fe propone: si – por ejemplo – el modelo dice que no hay inflación, así será . La fe tiene primacía sobre la realidad y es lo que asegura el éxito electoral, hasta que la realidad sea tan contundente como para hacer volar por los aires a la fe y al Presidente.
El funcionamiento de la corte es muy parecido: en ambos casos, requiere talento y un trabajo terrible . El que analiza la fortuna de Madame Pompadour o de Jaime piensa que resulta fácil y no es así. Hay tiempo y estrés invertido en estudiar y responder al poder absolutista, y mucho análisis sobre el estado de ánimo de la presidencia – o del monarca – y esfuerzo en alianzas y peleas efímeras con el resto de los cortesanos. Las acciones deben ser bien medidas porque una alcahuetería, una palabra de más o el capricho del monarca pueden poner fin de un plumazo al trabajo de años.
En el presidencialismo absoluto ese estrés es peor, porque este sistema no otorga fueros permanentes. Nuestros nobles, a diferencia de los franceses de Luis XIV, no tienen títulos. Un buen conde francés, luego de conseguir su condado, tenía que seguir en las luchas cortesanas, pero su título estaba asegurado para sus hijos y nietos.
Es más sanguinaria la pelea en la corte presidencial donde no se puede ser diputado o senador para siempre.
El trabajo es más arduo: ¿qué mejor prueba que los heridos tendidos tras la reciente conformación de listas electorales? Nuestra nobleza-no-titulada no da para sustos: ganaron nuevos cortesanos que se revelaron más eficaces haciendo y diciendo lo que la presidencia absoluta espera de ellos.
El presidencialismo absoluto es nuestro sistema de gobierno, recientemente perfeccionado hasta el hartazgo. Lamentablemente está reñido con el éxito del país. Ni la fe en un modelo inexistente, ni la centralización del poder, y mucho menos la triste imagen de una corte inescrupulosa y corrupta, sirven para un Nación que aspira a un destino de grandeza. Vivimos con una rémora del pasado que la Argentina debería poder superar.

Luis Rappoport es autor, con Ricardo Ferraro de: “Presidencialismo absoluto y otras verdades incómodas”.

Clarín, 30 de junio 2011