martes, 18 de diciembre de 2012

Lecciones de derecho constitucional - Terragno


La regla es inapelable: “Un jugador queda off side cuando, al recibir un pase, está más cerca de la línea de gol que el penúltimo adversario”.
No es una norma hecha para un jugador determinado .
A nadie se le ocurre que se pueda cambiar el reglamento una vez comenzado el partido . Esto, tan claro hablando de fútbol, no se ve con igual claridad cuando se trata de leyes que rigen, no ya un partido, sino la vida de todos los ciudadanos.
El Congreso sanciona, en ocasiones, leyes destinadas a favorecer o perjudicar a tal o cual persona o empresa . Viola así el reglamento al que debe ajustarse el juego democrático.
Las leyes tienen que ser de confección; no a medida.
En sociedades que han vivido bajo dictaduras, esta idea elemental puede estar deshidratada. Es que las dictaduras no sólo hieren mientras duran; dejan secuelas que afectan por largo tiempo el funcionamiento social. Hay gobernantes, libremente elegidos, que a veces envidian la potestad de aquellos que legislaban en la Casa de Gobierno y habían destituido a la Corte de un plumazo. Eso los lleva a cierta heterodoxia constitucional.
Si cuentan con mayoría suficiente en el Congreso, hacen que su voluntad, cualquiera sea, se convierta en ley.
Y suponen que esa ley es palabra santa.
Las leyes no nacen, sin embargo, inmunes a la acción de los otros poderes del Estado.
El mismo Ejecutivo puede matarlas o amputarlas, y de hecho lo hace con algunas que son resultado de voluntades ajenas. El veto le permite borrar lo que han escrito los legisladores. Ocurrió en 2008. La Ley de Protección de los Glaciares fue aprobada por unanimidad en ambas cámaras, pero a la Presidenta no le gustó lo que decía, ejerció el poder de veto y dejó a la ley en la nada.
A nadie se le ocurrió que esa decisión creara un conflicto de poderes.
También el Poder Judicial puede dejar una ley sin efecto, en este caso no a su arbitrio, sino cuando la ley choca con algún precepto de la Constitución.
Cuestionada la constitucionalidad de una norma, la Justicia (en última instancia la Corte) debe decidir si hay o no violación de la Carta Magna. Si los jueces encuentran que tal violación no existe, la norma tendrá vigencia plena y nadie podrá incumplirla. En cambio, si la justicia la juzga inconstitucional, será como si, para quien la cuestionó, esa norma nunca hubiese existido.
Lo saben hasta los alumnos de la secundaria que han estudiado Instrucción Cívica. Pero lo olvidan (o parecen olvidarlo) funcionarios que sueñan con tener a la Constitución en el bolsillo.
Hay, en la Argentina actual, quienes añoran, no ya los poderes omnímodos de las Juntas, pero sí las facilidades que daba la “Corte adicta”: aquella que armó el presidente Carlos Menem, nombrando a cinco jueces aliados para asegurarse la “mayoría automática”.
Es una aspiración que debería dejarse de lado.
No cabe pretender que un miembro de la Corte sea leal, no a la Constitución, sino al gobierno que lo promovió.
Si los jueces sintieran que tienen una deuda de gratitud, también el presidente Néstor Kirchner, y su sucesora, habrían gozado de una mayoría automática en la Corte. Él nombró a cuatro de los siete miembros que hoy integran el tribunal.
En los últimos días fue notorio que, a juicio de varios funcionarios, la deuda de gratitud existe y debe ser honrada. Se los ha oído decir que, si se apartan de la voluntad oficial, los jueces incurren en infidelidad política , promueven la inestabilidad institucional y hacen que los poderes del Estado entren en conflicto.
Esto ocurre a propósito de la Ley de medios, norma a la cual el Gobierno asigna una importancia capital. Pero puede haber, en el futuro, objetivos tanto o más importantes, y sería demasiado grave que ahora se cristalizara -en el Gobierno y en la parte de la población que lo apoya- la idea de que los magistrados deben obediencia.
Más allá del caso que hoy conmueve, debe quedar claro que la Justicia no está obligada a la aceptación incondicional de cualquier texto aprobado por el Congreso , sin importar que ese texto se ajuste o no a la Constitución.
Lo primero que debe desaparecer es una teoría extravagante, esbozada recientemente por algunas figuras del Gobierno, según la cual la Justicia, en caso de no avalar los actos del Ejecutivo o “alzarse” contra una ley, contraviene la voluntad popular expresada en las urnas.
La Constitución no tolera que la Justicia sea sometida a los vaivenes electorales. Quiere que los gobiernos sean transitorios y la justicia, permanente.
Lo que impide comprenderlo es el partidismo extremo, que lleva a negar lo innegable. Para alguien embrujado por el fanatismo, está bien lo que favorece a su bando, y mal lo que favorece al contrario.
El filósofo John Rawls, autor de Teoría de la Justicia , imaginó un escenario ideal. Los miembros de una futura sociedad pactan las normas que van a regirlos, ignorando cada uno si será rico o pobre, industrial o peón, gobernante o gobernado. El “velo de la ignorancia” hace que cada uno promueva leyes justas, ya que no sabe cuál le jugará a favor y cuál le jugará en contra.
La fantasía de Rawls sirve para sostener que, en la elaboración y aplicación de las leyes, es necesario hacer -hasta donde sea posible- abstracción de los intereses propios. Eso requiere esfuerzos que ojalá todas las mayorías (la presente y las futuras) estén dispuestas a hacer: 1. Desechar la idea según la cual, invocando un “interés superior”, se puede sancionar una ley aplicable a hechos que ocurrieron cuando esa ley aún no existía.
2. Abstenerse de propiciar leyes con nombre y apellido, concebidas para premiar a un amigo o castigar a un adversario.
3. Aceptar que, nos dé la razón o nos la quite, la Justicia tiene, en toda República, la última palabra.

lunes, 10 de diciembre de 2012

29 años de Democracia

"...con el objeto de constituir la unión nacional, 
afianzar la justicia, consolidar la paz interior,
proveer a la defensa común, promover el bienestar general,
y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros,
para nuestra posteridad y para todos los hombres
del mundo que quieran habitar en el suelo argentino..."

jueves, 6 de diciembre de 2012

La indivisión de poderes - Rodolfo Terragno


El Reglamento de 1811, primer texto constitucional de la Argentina, empezaba prohibiéndole al Ejecutivo “conocer en asunto judicial alguno” o “avocarse a causas pendientes”.
Años más tarde, en sus Bases, Juan Bautista Alberdi sostuvo que la interpretación de la Constitución y las leyes debía ser potestad exclusiva del Poder Judicial, “sin ninguna limitación en cuanto a la validez de sus decisiones”- Ese principio fue establecido en la Constitución de 1853 y ha sobrevivido a todas las reformas, incluida la de 1949. Es el actual artículo 116 de la Carta Magna: “Corresponde a la Corte Suprema y a los tribunales inferiores de la Nación, el conocimiento y decisión de todas las causas que versen sobre puntos regidos por la Constitución, y por las leyes de la Nación” Sin un poder judicial independiente, un país no tiene derecho a llamarse República.
El ministro Julio Alak no lo cree así. Sus declaraciones de ayer parecen encaminadas a establecer un nuevo principio: el de la Indivisión de Poderes.
La idea suena más que extraña en boca de alguien que, como el ministro, dicta Derecho Público en la prestigiosa Universidad de la Plata.
Sin embargo, allí están sus palabras.
¿Cómo entender que la Justicia pueda “alzarse contra una ley de la Nación”, cuando es la Justicia la única facultada para interpretar las leyes?
El ministro dice que el Ejecutivo “ha detectado resoluciones extrañas” de la Cámara Civil y Comercial, la cual, según “un indicio vehemente” de que “ha incumplido” una ley.
Si los jueces insistieran en resolver lo que crean justo, se crearía, a juicio de Alak, un “conflicto de poderes”.
Es que el Ejecutivo se propone interpretar a su manera una ley, y ejecutarla le guste o no a la Justicia.
Más que “conflicto de poderes”, habría el avance de un poder sobre otro.
Cuesta creer que el ministro quiera convertir al actual gobierno constitucional –legítima y contundentemente elegido– en un gobierno de facto.
Hubo quienes lo hicieron antes. Aquel estatuto de 1811, que prohibía al Ejecutivo meterse en los asuntos judiciales, no fue del gusto de Bernardino Rivadavia: el poder detrás del triple trono del Primer Triunvirato. Rivadavia hizo anular el Reglamento y reemplazarlo por un Estatuto Provisional, que convirtió al Triunvirato en tribunal de ultima instancia, toda vez que, a su propio juicio, “lo exigiese el imperio de la necesidades y las circunstancias del momento “.
Eso deslegitimó al Triunvirato, que al año siguiente fue desplazado por José de San Martín.

lunes, 12 de noviembre de 2012

8N y el significado de la protesta

Algunas reseñas de la marcha del jueves 8/11, en diferentes interpretaciones.

http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=5414

jueves, 1 de noviembre de 2012

Presidencialismo vs. Parlamentarismo

Un artículo interesante, a modo de conferencia, por la Dra. Rodríguez Galán, docente de la cátedra de Derecho Constitucional Profundizado de Juan Vicente Sola (UBA).
Pueden leerlo acá.

lunes, 29 de octubre de 2012

Qué es el Per Saltum


El per saltum es un instrumento procesal que posibilita llegar a la Corte Suprema saltando las instancias intermedias. Significa alcanzar la última instancia judicial sin haber recorrido el camino de la tutela judicial efectiva prevista por las leyes de procedimiento vigentes. Su invocación es excepcional, puesto que responde a situaciones de suma urgencia y gravedad institucional que justifiquen el debilitamiento de la garantía del debido proceso.

La avocación per saltum se activa cuando la Corte Suprema toma una causa que todavía no fue decidida en primera instancia y la resuelve. La apelación per saltum opera cuando existiendo una sentencia de primera instancia la parte perjudicada recurre directamente ante el máximo tribunal.

Sin ley o con ley en nuestro país ha sido utilizado para convalidar el “proceso privatizador” de Aerolíneas Argentinas o para impedir que los ahorristas pudieran ejecutar las medidas cautelares favorables dictadas contra el corralito y la pesificación. Dichos ejemplos demuestran que la naturaleza contextual del per saltum siempre ha tenido por norte utilizar a la Corte Suprema como un ariete justificador de políticas de gobierno más que considerarla un tribunal de justicia que interpreta en última instancia los mandatos constitucionales. Esta clase de uso fue el principio de la gran debacle que sufrió la Corte Suprema de los noventa en su prestigio y legitimidad, a partir de lo cual, adquirió el mote de “mayoría automática”.

El proyecto presentado por senadores oficialistas que regula la apelación per saltum (que no contempla una mayoría calificada de la Corte Suprema para que se habilite el tratamiento del caso habida cuenta que tiene que existir una situación de gravedad institucional que justifique su intervención) no se encuadra en el marco de una política general y consensuada sobre la necesaria actualización de la competencia apelada de la Corte Suprema, sino que su impronta política y simbólica, está dirigida a ser un nuevo elemento (quizás el definitivo) de presión y sometimiento del Poder Judicial a la voluntad de las mayorías circunstanciales.

Si la obsesión de corto plazo es forzar la intervención del máximo tribunal en la causa donde se debate la constitucionalidad de dos artículos de la ley de medios, es necesario recordar que no hizo falta ningún per saltum para que la Corte Suprema reestableciera en el caso “Thomas” la vigencia formal de la ley de medios o para que intervenga dos veces en el caso “Grupo Clarín” aunque todavía la primera instancia no se expidió sobre el fondo de la cuestión.

El mecanismo del per saltum se puede teñir de una insalvable ilegitimidad política, si en la práctica se convierte en un dispositivo que, lejos de de perseguir la plena eficacia del sistema de derechos, tiene como fin exclusivo evitar el control de constitucionalidad y de convencionalidad por parte de un Poder Judicial independiente respecto de los actos emanados del Legislativo y del Ejecutivo.

Fuente: underconstitucioal.blogspot.com.ar

viernes, 26 de octubre de 2012

Sobre la reforma constitucional - parte II

Dos artículos interesantes sobre la necesidad de reformar y la conveniencia de adoptar un sistema de gobierno parlamentario:

Zaffaroni, sobre el parlamentarismo, acá 

Gargarella, sobre la necesidad de reformar, acá

lunes, 22 de octubre de 2012

Gargarella refuta a Laclau (Versión extendida)


Publicado hoy en Perfil. La nota se puede ver acá


Ernesto Laclau presenta y defiende una peculiar versión del constitucionalismo. Dicha versión encaja bien con el estado de cosas dominante (orden al que, obviamente, viene a justificar) y aparece contrapuesta a un mundo ancho e indeterminado, al que se engloba bajo la idea de “constitucionalismo conservador”. Como la posición de Laclau a la que he accedido combina errores, silencios y ocultamientos graves, quisiera referirme a ella con algún detalle.
Comenzaría mi análisis con un párrafo central a su presentación, en donde Laclau sostiene: “En América latina, por razones muy precisas, los Parlamentos han sido siempre las instituciones a través de las cuales el poder conservador se reconstituía, mientras que muchas veces un Poder Ejecutivo que apela directamente a las masas frente a un mecanismo institucional que tiende a impedir procesos de la voluntad popular es mucho más democrático y representativo. Eso se está dando en América latina de una manera visible hoy día.”
El párrafo es muy vago, ya que nos escamotea cuáles son las “razones muy precisas” de la crítica al Congreso, y cuáles las “muchas veces” del Ejecutivo democrático. Pero su problema no es tanto ése, como el de sugerirnos datos que  no son ciertos. Lo que Laclau enuncia con contundencia es falso, a la luz de la historia latinoamericana, en donde, desde la independencia, y durante casi todo el siglo XIX y buena parte del XX el presidencialismo fuerte fue la solución no eventual, sino inequívocamente elegida y exigida por el autoritarismo militarista, católico y conservador.
El “Ejecutivo que apela directamente a las masas”, que entusiasma a Laclau, se tradujo –de modo no necesario pero sí demasiado habitual– en gobiernos poco democráticos, por lo general autoritarios en sus formas, políticamente conservadores y doctrinariamente católicos. Allí están los ejemplos del teócrata García Moreno en Ecuador o del líder autoritario Diego Portales en Chile, entre tantos otros, a comienzos de siglo XIX. Allí encontramos también a todos los duros adalides del modelo de “orden y progreso” de fines del siglo XIX (el general Roca en la Argentina; Rafael Núñez en Colombia; el general Rufino Barrios en Guatemala; el general Guzmán Blanco en Venezuela). En ese mismo registro podemos situar, además, a muchos de los gobernantes autoritarios del siglo XX (desde Porfirio Díaz en México, a comienzos del siglo, a Menem, Fujimori y Uribe –por tomar unos pocos casos– hacia el final). Frente a las evidencias que ofrece la historia latinoamericana, a Laclau no le basta con alegar que no siempre, pero sí en ocasiones, ha habido presidentes de otro tipo: ello no dejaría de señalar que es falsa la idea que él sugiere, y que nos invita a reconocer como regla, antes que como absoluta excepción, la existencia de presidentes muy poderosos, poco controlados, y a la vez más democráticos (aun tomando a “democráticos” como sinónimo de “emancipadores”).
Del mismo modo, y contra lo que Laclau sugiere con absoluta contundencia (“los Parlamentos han sido siempre las instituciones a través de las cuales el poder conservador se reconstituía”), el hecho es que “los Parlamentos” –creados por aquellos Ejecutivos autoritarios que apelaban directamente a las masas– fueron forjados desde el inicio, constitucionalmente, como instituciones opacas, débiles, vaciadas de poder efectivo. No sorprende entonces, por ejemplo, que en la Constitución de Chile de 1822, el Congreso allí diseñado se reúna sólo unos pocos días cada dos años; que en la del ’33 (impulsada por Portales) lo haga sólo tres meses por año; que en la de Ecuador de 1869 (creada por García Moreno) el Congreso sesione sólo dos meses cada dos años, o que en las de Colombia de 1832 y 1843, el Congreso funcione sólo dos meses por año. Es decir, contra lo que afirma Laclau, la historia política y constitucional latinoamericana nos dice que ha habido una fuerte correlación entre presidencialismos autoritarios y la forja –por esos mismos presidentes– de “Congresos de papel”, impotentes, sin facultades, inocuos.
En definitiva, los conocimientos que muestra Laclau en materia constitucional sorprenden por su falta de ajuste con la realidad. Ello, por supuesto, no es un problema –nadie tiene la obligación de ser experto en la materia– salvo que se invoquen argumentos constitucionales para fundar la propia polémica postura (postura que hoy implica, en Laclau, la defensa de un presidencialismo fuerte, poco controlado y con reelección indefinida, cfr. http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-178005-2011-10-02.html).
Laclau  podrá decir que las cosas han cambiado en las últimas décadas, y que la mayoría de mis ejemplos se refieren a tiempos remotos. Pero si alega esto, la evidencia otra vez va a resultarle esquiva, porque –también, si no especialmente– en los últimos años, los autoritarios Ejecutivos latinoamericanos han seguido trabajando para fortalecer su propio poder a expensas de “los Parlamentos” por él anatemizados. Los poderosos Ejecutivos regionales han hecho todo lo que estaba a su alcance para doblegarlos: a esos Congresos han buscado sobrepasarlos de distintas maneras, a veces cooptándolos, a veces sometiéndolos, a veces ignorándolos, y muchas otras veces a través de creaciones legales y constitucionales como la delegación de facultades legislativas; las “leyes marco”; los decretos de necesidad y urgencia; la doctrina de las “cuestiones políticas no justiciables”; los poderes de emergencia o en los casos más patológicos, creaciones tales como las “candidaturas testimoniales”.
Laclau cierra su poco ilustrado paseo por el parlamentarismo conservador y dice: “Detrás de toda la cháchara acerca de la defensa del constitucionalismo, de lo que se está hablando es de mantener el poder conservador y de revertir los procesos de cambios que se están dando en nuestras sociedades”.
Poco de lo que sugiere, en verdad, parece estar en juego. Ante todo, si lo que Laclau pretende es ridiculizar las iniciativas parlamentaristas que circulan el país, habrá que avisarle que las mismas se originan hoy, casi exclusivamente, en círculos cercanos al kirchnerismo (ver, por caso, los trabajos del juez Zaffaroni sobre el tema). Si, en cambio, lo que pretende es desmerecer los esfuerzos realizados por parte de las fuerzas de oposición por recuperar los controles sobre el poder, habrá que decirle que ésa ha sido la reacción constitucional habitual (aquí sí podemos hablar de “siempre”), en toda Latinoamérica, luego de gobiernos dictatoriales y autoritarios. De eso se trató la unánime recuperación de la (tradicionalmente denostada y menospreciada) categoría de los “derechos humanos,” luego de la última oleada de gobiernos autoritarios.
Por lo demás, convendrá recordarle a Laclau que, frente al tipo de constitucionalismo verticalista que él defiende, Latinoamérica ha conocido una vertiente republicana/radical de constitucionalismo, alimentada del radicalismo político de los siglos XVIII y XIX. Dicha concepción vino a pedirle al constitucionalismo (no más poder para las viejas oligarquías, sino) más poder popular, para recuperar la capacidad de decisión y control colectivos, sobre la autoridad propia de los que ejercen coyunturalmente el poder. Todavía hoy, fortalecer esa capacidad popular implica democratizar el poder, y toda iniciativa destinada a democratizar al poder implica derruir el presidencialismo. Este tipo de iniciativas, destinadas no a moderar sino a acabar con el presidencialismo, estuvieron claras para el radicalismo político latinoamericano desde comienzos del siglo XIX. Sus referentes (izquierdistas como Francisco Bilbao y Santiago Arcos, radicales como Murillo Toro, anarquistas como Recabarren en Chile o González Prada en Perú) reconocieron desde temprano que la democracia política por la que abogaban implicaba asumir una postura no complaciente sino confrontativa con la autoridad presidencial concentrada.
En la actualidad, la postura que en lo personal me interesa, y que propone confrontar con el presidencialismo, no nos invita a abrazarnos a la alternativa parlamentarista, como sugiere la anodina ciencia política de los 80. Lo que propone es agujerear el sistema representativo actual, tendiendo múltiples puentes (hoy todos bombardeados desde el poder) entre ciudadanos y decisores. El poder debe volver a la ciudadanía, a quien se le prometiera ese poder, y a quien impunemente se le expropiara. El poder debe salir del lugar en donde hoy nuestras desigualitarias sociedades lo han concentrado: las grandes empresas y el poder político centralizado y autonomizado.
Por supuesto, ese presidencialismo discrecional puede actuar de modos muy diversos: puede ayudar a construir el Estado social, como ocurrió a veces, o puede liderar su desmantelamiento, como ocurrió a finales de los 80. En tal sentido, conviene no olvidar que Fujimori, Menem, Collor de Mello o Uribe son perfectos representantes del modelo del Ejecutivo “que apela directamente a las masas”. Silenciar esa información, u ocultarla, es parte del problema que se analiza.
Laclau no es ingenuo al respecto, pero tampoco parece sincero en su argumentación. El reconoce que de su defensa de un presidencialismo concentrado y de elección indefinida se desprenden riesgos serios, pero nos oculta información acerca de sus implicaciones efectivas. Sostiene Laclau: “En primer lugar, tenemos el peligro representado por las reducciones estatistas, que trata de plantear el campo de la lucha política como la lucha parlamentaria en el seno de las instituciones existentes, ignorando que hay nuevas fuerzas sociales que tienen que ir sectando formas institucionales propias que van a, necesariamente, cambiar el sistema institucional vigente. Este reduccionismo liberal de la lucha política, el régimen parlamentario en el seno de las instituciones parlamentarias, es uno de los dos peligros. El segundo de los peligros es lo que yo llamaría la reducción ultralibertaria. Dice que hay que desentenderse enteramente del problema del Estado y crear puramente una democracia de base. Esto ignora que muchas demandas democráticas surgen en el interior de los aparatos del Estado y de los sujetos que esos aparatos han creado y que, por tanto, cualquier tipo de cambio de proyecto, cambio radical, va a tener que cortar transversalmente el campo del Estado, el campo de la sociedad civil”.
Notablemente, peligros como los que él señala son ajenos a las tradiciones radical-republicanas que aquí reivindico, y sí muy propios de la política kirchnerista que él sostiene. Para el kirchnerismo (y hay decenas de declaraciones presidenciales en ese sentido) la lucha política sólo se concibe a partir de una regla como la siguiente: “Si no les gusta lo que hacemos y quieren disputar las soluciones que proponemos, formen su propio partido político y gánennos las próximas elecciones”.
Aquí reside la trampa del argumento que se nos daba: Laclau oculta que la respuesta presidencial a piqueteros rebeldes, movimientos sociales críticos, caceroleros o grupos indigenistas ha sido siempre, recurrentemente, de modo central, exactamente, la que él objeta: la del reduccionismo liberal más reaccionario. En su condición de consejero presidencial, Laclau haría bien en advertirle a la Presidencia (no digo ahora, pero tal vez sí en un futuro viaje al país) las indeseables implicaciones que se derivan de asumir como propia, cotidianamente, esa fea postura liberal, reduccionista y reaccionaria.
La dificultad en juego en el planteo de Laclau es todavía más seria que la señalada, porque el filósofo parece no decidido a ver lo que tiene frente a sus ojos. Denuncia como riesgos hipotéticos del presidencialismo exagerado que defiende lo que son sus realidades actuales, pero al advertirlo se apresura a decir que en nuestra práctica no hay rastros de esos males de los que su teoría nos advierte.
Sostiene Laclau: “Evidentemente, la inversión alrededor de una figura líder tiene el peligro potencial de que esa figura líder se autonomice tanto respecto a aquellos que está representando que al final se corte el cordón umbilical que unía Estado con sociedad. Este peligro está allí, pero no creo que estemos muy cerca de sufrir en los países latinoamericanos; al contrario. Lo que se ha creado es una nueva relación, o se está creando una nueva relación, entre Estados y sociedad civil”. De lo que se trata, agrega, es de “administrar esta tensión potencial y tratar de crear formas articulatorias, formas hegemónicas, que vayan permitiendo sortear (este tipo de) peligros”.
Al respecto, lamentablemente, habrá que decirle a Laclau que no se apresure a huir de su propio argumento. El hecho es que, gracias al tipo de políticos y políticas que él favorece, la figura presidencial se ha autonomizado ya, y lo que es peor, dicha situación no favorece primordialmente al pueblo sino a los grandes grupos empresarios (desde la Barrick Gold a Cristóbal López o Monsanto), que ahora tienen el camino allanado. Para satisfacer sus intereses, les basta con presionar más sobre aquella figura a quien ellos (y no el pueblo) tienen llegada privilegiada y exclusiva. A veces les irá mal, muchas otras bien: para ellos, de lo que se trata es de seguir probando, de seguir mejorando las propuestas de colaboración con el poder. Penosamente, no es la misma la situación de desempleados, trabajadores en negro, obreros precarizados, campesinos expulsados con violencia de sus tierras, pueblos originarios maltratados. La autonomización que teme Laclau, justamente, es la que explica por qué es que el pueblo (sobre todo la significativa parte del pueblo que, aun simpatizando con partes de la gestión de la Presidencia, también la critica, en forma parcial o más completa) no encuentra ni obtiene nunca la posibilidad de interpelar directamente a la figura del Ejecutivo –insisto, nunca. La Presidencia no recibe a grupos de jubilados con críticas en la mano; a piqueteros decididos a hacer conocer sus reclamos; a caceroleros inquietos; a molestos líderes de movimientos sociales; a caciques de grupos indígenas reclamando por las tierras que les han sacado (todos ellos –que me lo desmientan con datos– sólo pueden ser recibidos si su objetivo es escuchar, aplaudir o aprobar alguna política ya fijada de antemano). Los grandes empresarios (o figuras del show business), en cambio, se reúnen a dialogar con la Presidenta cuando ella –como lo hace frecuentemente– los convoca a su lado.
La autonomización presidencial explica la discrecionalidad a la que nos hemos acostumbrado (cada día el pueblo se desayuna con novedades que desconocía y lo sorprenden), que simplemente radicalizan el estilo de decisión “en secreto y por sorpresa” que cultivaba el presidente Menem. Y la preferencia por recibir a empresarios antes que a piqueteros o jubilados o representantes de otros críticos grupos postergados ilustra, diría que sin fallas, los contenidos de las políticas presidenciales. Así, por caso, las preferencias por los bonistas, antes que por los jubilados; la sensibilidad hacia los intereses de las empresas megamineras, antes que hacia los asambleístas que protestan contra ellas; las iniciativas de ley sobre accidentes de trabajo, dedicadas a los empresarios antes que a los accidentados; el completo desinterés por los derechos de aquellos que trabajan en negro o en condiciones precarias; una política de medios que pretende trocar a un poderoso grupo empresario por otro de currículum menos extenso que su prontuario; la inexistencia, en la política oficial, de preocupaciones serias por los derechos de los pueblos originarios; la sistemática negativa a cumplir con los fallos de la Corte que le obligan a incrementar los pagos a los jubilados (en lugar de forzarlos a pelear por sus derechos, a su edad y con la fuerza que no tienen, desde Tribunales). No se trata de que no haya medidas virtuosas. Se trata de la cantidad de medidas reaccionarias e inconstitucionales que, desde hace años, se han  estabilizado y frente a las cuales el poder no quiere estar ni siquiera informado –por eso miente todas las cifras, por eso a tales reclamos no quiere escucharlos. Estos problemas, cruciales para cualquier versión emancipadora del constitucionalismo, desaparecen frente a los ojos del constitucionalismo oficial. Al respecto, lo mismo que vale para la Presidencia vale para Laclau: deficiencias políticas y legales como las señaladas, lamentablemente, de lejos no se ven bien, no se entienden, no van a solucionarse.

viernes, 19 de octubre de 2012

Venezuela y la Convención Americana de Derechos Humanos


Publicado en Página/12 
La Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH) configura, en sentido relevante, un código de derechos y deberes fundamentales en América para todos los ciudadanos. Fija, en paralelo, los deberes y responsabilidades de los Estados soberanos.
Algunos Estados han dispuesto que las reglas de la CADH tienen carácter prevalente sobre el Derecho interno, incluso el constitucional (Colombia, 1991); otros, como la Argentina (1994), dispusieron que sus reglas son equivalentes al Derecho constitucional. Mas, en otros casos (Brasil, 1988), la dogmática judicial prevaleciente sostiene que las reglas de la CADH se encuentran por encima de la ley, pero cotizan debajo de la Constitución federal. Otras constituciones (Chile, 2005) no dicen expresamente, aunque la dogmática afirma que cotizan, al menos, con jerarquía constitucional.
La Constitución de la República Bolivariana de Venezuela de 1999 dispuso en su artículo 23 que “los tratados, pactos y convenciones relativos a derechos humanos, suscritos y ratificados por Venezuela, tienen jerarquía constitucional y prevalecen en el orden interno, en la medida en que contengan normas sobre su goce y ejercicio más favorables a las establecidas por esta Constitución y la ley de la República, y son de aplicación inmediata y directa por los tribunales y demás órganos del Poder Público”. Hace muy pocos días, la autoridad pública de Venezuela decidió, formalmente, renunciar a la CADH; concretamente, salvo un cambio en la decisión política, Venezuela quedará desligada de este magnífico sistema de protección y promoción de los derechos humanos; o sea: fuera del ámbito de realización de la CADH.
La decisión del gobierno de Venezuela es profundamente equivocada. No tiene defensas, ni siquiera en el hecho de que dicho estado sea o haya sido uno de los más condenados por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). La autoridad venezolana yerra, sin atenuantes, porque en pleno proceso de integración de América del Sur, el mejor momento en 200 años de historia política y constitucional, se desliga, sin razón, del pacto de unión sobre derechos y deberes fundamentales, que con uniformidad y sin vacilaciones reconocen todos los Estados.
Desde hace unos seis años, la CIDH ha insinuado un control de convencionalidad, que trata de lograr la conformidad con la CADH de toda disposición de Derecho interno, incluido el Derecho constitucional. La CIDH también se equivoca cuando pretende que el Derecho constitucional, el más alto grado de soberanía estatal, puede ser susceptible de control de convencionalidad; hasta tanto un Estado no disponga la prevalencia de la CADH, no lo puede hacer la CIDH. No deberían los jueces colocar en crisis la soberanía del Estado! Significativamente: la jerarquía siempre debe ser de la persona humana, no de sus productos, ya sea el Estado o el Derecho.
También, en los últimos tiempos, se ha cuestionado el emplazamiento físico de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Se localiza en un país que no forma parte de la CADH y que, además, no se caracteriza por constituir un paradigma universal de la defensa irrestricta de los derechos humanos. Las personas que deben viajar a la “Comisión” tienen que obtener visa de dicho país y en algún caso ha sido negada. Idénticamente, se ha cuestionado, con gran fundamento, que la “Comisión” no debería dictar medidas cautelares, una decisión sustantivamente jurisdiccional.
Nadie puede afirmar con certeza científica terminante si la razón es esclava de la emoción o viceversa; el debate, iniciado por René Descartes en el siglo XVII, rebatido por David Hume en el siglo XVIII, prosigue con vitalidad.
En el plano de la razón y con sentida emoción sería altamente estimulante que Venezuela reconsidere inmediatamente su decisión y retorne al sistema de la CADH; que los jueces de la CIDH tengan presente que el control de convencionalidad es un acto de la máxima trascendencia jurídica e institucional y que la enorme mayoría de los Estados que suscriben la CADH no ha conferido jerarquía prevalente sobre su propio Derecho constitucional al mencionado instrumento; ergo, no debería proceder dicho control sobre el Derecho constitucional; que la “Comisión” atienda en América latina y en nuestras lenguas nativas.
Por Raúl Gustavo Ferreyra - Profesor titular regular de Derecho constitucional, Facultad de Derecho, Universidad de Buenos Aires.

miércoles, 17 de octubre de 2012

Gargarella refuta a Laclau

En esta nota (tomada de una presentación reciente)
http://www.perfil.com/ediciones/2012/10/edicion_719/contenidos/noticia_0080.html
el profesor Laclau, recién llegado de su arriesgada trinchera inglesa, da cátedra sobre el constitucionalismo. Dice por ejemplo que

"En América latina, por razones muy precisas, los Parlamentos han sido siempre las instituciones a través de las cuales el poder conservador se reconstituía, mientras que muchas veces un Poder Ejecutivo que  apela directamente a las masas frente a un mecanismo institucional que tiende a impedir procesos de la voluntad popular es mucho más democrático y representativo. Eso es lo que se está dando en América latina de una manera visible hoy día."

El curioso e impreciso párrafo (que nos escamotea cuáles son las "razones muy precisas" y cuales las "muchas veces") señala algo falso, a la luz de la historia latinoamericana, en donde, desde la independencia, y claramente durante casi todo el siglo xix y buena parte del xx, el presidencialismo fue la salida inequívocamente exigida por el conservadurismo militarista católico (desde García Moreno a Portales, pasando por Roca o Porfirio Díaz). Los Parlamentos, mientras tanto, fueron siempre relegados como instituciones vaciadas de peso propio, dependientes del Ejecutivo, destinadas a reunirse durante muy poco tiempo, y cada mucho tiempo (ver las Constituciones de Chile 1823, 1833, Ecuador 1869, Colombia 1843 y tantas otras). Es decir, no hablemos pavadas.


A renglón seguido, y luego de hablar del parlamentarismo conservador, Laclau agrega que:

"detrás de toda la cháchara a cerca de la defensa del constitucionalismo, de lo que se está hablando es de mantener el poder conservador y de revertir los procesos de cambios que se están dando en nuestras sociedades."

Habría que decirle a Laclau que si de defensa del parlamentarismo hablamos, la única iniciativa importante que se conoce hoy en la Argentina, proviene de las entrañas del kirchnerismo, y en particular de un grupo ligado al juez Zaffaroni (ver el número de Le Monde Diplomatique de esta semana). O sea que convendría decirle que queda feo que le diga a Zaffaroni que habla chácharas.


Por lo demás, hay una vertiente republicana/radical, que se alimenta del radicalismo político del siglo xviii y xix, que lo que le sigue pidiendo al constitucionalismo es más poder popular, para retomar el poder de decisión y control populares sobre los que ejercen el poder. Fortalecer esa capacidad popular implica democratizar al poder, y toda iniciativa destinada a democratizar al poder implica derruir el actual presidencialismo. Derruir el presidencialismo no implica parlamentarismo, como sugiere la anodina ciencia política de los 80, sino agujerear al sistema representativo actual, tendiendo múltiples puentes (hoy todos bombardeados desde el poder) entre ciudadanos y decisores. El poder debe volver a la ciudadanía, la misma a quien se le prometiera y de quien se expropiara. El poder debe salir del lugar en donde hoy -nuestras desigualitarias sociedades- lo han concentrado: el lugar de las grandes empresas y el poder político vertical y autonomizado.

En este sentido, Laclau no es ingenuo pero es tramposo. Reconoce que de lo que propone se desprenden dos graves peligros:

"En primer lugar, tenemos el peligro representado por las reducciones estatistas, que trata de plantear el campo de la lucha política como la lucha parlamentaria en el seno de las instituciones existentes, ignorando que hay nuevas fuerzas sociales que tienen que ir sectando formas institucionales propias que van a, necesariamente, cambiar el sistema institucional vigente. Este reduccionismo liberal de la lucha política, el régimen parlamentario en el seno de las instituciones parlamentarias, es uno de los dos peligros. El segundo de los peligros es lo que yo llamaría la reducción ultralibertaria. Dice: “Hay que desentenderse enteramente del problema del Estado y crear puramente una democracia de base”. Esto ignora que muchas demandas democráticas surgen en el interior de los aparatos del Estado y de los sujetos que esos aparatos han creado y que, por tanto, cualquier tipo de cambio de proyecto, cambio radical, va a tener que cortar transversalmente el campo del Estado, el campo de la sociedad civil."

Peligros como los que él señala son ajenos a las tradiciones radical-republicanas que aquí reivindico, y más propias de la política kircherista que él defiende. Conforme a ésta  (y hay decenas de declaraciones presidenciales en el mismo sentido) la lucha política sólo se concibe a partir de la regla "formá tu propio partido político y ganame las elecciones". Aquí reside su trampa: Laclau oculta que la respuesta presidencial a piqueteros rebeldes, movimientos sociales críticos, caceroleros o grupos indigenistas ha sido siempre, centralmente, exactamente, la que él objeta: la del reduccionismo liberal más reaccionario. 

Finalmente, Laclau señala otros peligros propios de su propuesta:
"Todo este proceso, sin duda, presenta peligros a varios niveles. Evidentemente, la inversión alrededor de una figura líder tiene el peligro potencial de que esa figura líder se autonomice tanto respecto a aquellos que está representando que al final se corte el cordón umbilical que unía Estado con sociedad. Este peligro está allí, pero no creo que estemos muy cerca de sufrir en los países latinoamericanos; al contrario. Lo que se ha creado es una nueva relación, o se está creando una nueva relación, entre Estados y sociedad civil.
Por el otro lado, está el peligro que señalábamos antes, de una sociedad civil que se autonomice tanto respecto a la esfera estatal que sea incapaz de influir en los procesos políticos.
Este tipo de doble peligro existe, es inherente a la situación y la política consiste, justamente, en administrar esta tensión potencial y tratar de crear formas articulatorias, formas hegemónicas, que vayan permitiendo sortear estos dos peligros".


Sobre esto último habrá que decirle: Lamentablemente, dr. Laclau, usted no da ninguna razón para pensar que no hayamos caído ya en los riesgos anunciados, gracias al tipo de políticos y políticas que usted favorece: la figura presidencial se ha autonomizado, y lo que es peor, dicha situación no favorece primordialmente al pueblo sino a los grandes grupos empresarios (desde la Barrick Gold a Cristóbal López o Monsanto), que ahora tienen el camino allanado: les basta con pagar o presionar más sobre aquella figura a quien ellos (y no el pueblo) tienen llegada privilegiada y exclusiva. El pueblo (sobre todo el pueblo que la critica) no ve nunca a esa figura presidencial, nunca puede interpelarla directamente. Los grandes empresarios, en cambio, se reúnen con ella cotidianamente. Pero sobre las realidades de estos riesgos, Laclau se mantiene calladito.

martes, 4 de septiembre de 2012

Opinión

Luis Alberto Romero, con una reseña interesante sobre el proceso histórico actual.

Pueden leerlo Acá.

lunes, 3 de septiembre de 2012

Sobre la Reforma Constitucional - Parte I


Uno de los argumentos que esgrimen los grupos que proponen reformar la Constitución, se basa esencialmente, en la necesidad de modificar la actual estructura normativa con el objeto de poder plasmar el “revolucionario” proceso de transformación social y económica llevado a cabo por el kirchnerismo en su gestión de gobierno y que aparentemente encuentra un obstáculo insalvable en el orden constitucional vigente.
Los reformistas tienen como una suerte de norte ideológico, la obra desarrollada por Arturo Enrique Sampay (1911-1977), la cual cumpliría el rol de elemento justificador constitucional de la modificación que políticamente intentan operar.

El “viejo” Sampay en su obra “Constitución y Pueblo” (Cuenca Ediciones, Buenos Aires, 1974) al referirse al cambio de las estructuras económicas y la Constitución argentina de 1853 sostuvo:
“¿La Constitución escrita de 1853 permite este cambio de estructuras económicas, esta transformación substancial de la Constitución real del país? Veámoslo. Ante todo, tengamos presente el carácter elástico de los preceptos constitucionales vigentes. Esto es, según lo hemos anticipado, que tanto el núcleo de sentido, vale decir, la idea de justicia que contienen, como los tipos de relación social que se proponen reglar, está determinados en forma genérica. Tal elasticidad permite, como lo comprobamos enseguida con nuestra Carta, que la Constitución escrita tradicional, al dársele un nuevo contenido a la idea de justicia que postula como fin de la actividad social, sea interpretada de modo que importe una metamorfosis radical, lo cual es posible cuando se ha operado, a raíz de la sustitución del sector social dominante, un cierto cambio de la Constituciónreal. Se trata entonces de una interpretación revolucionaria o de lege ferenda de la Constituciónescrita, porque al desentenderse del designio político que le había impreso el sector social que la dictó y reemplazarlo por uno nuevo que le da el sector social ascendente al predominio, la Constitución escrita preexiste, no obstante conservar la misma letra, es otra realidad" (pág. 236).
Con más contundencia aún, expresó:
“Por tanto, la elasticidad de la Constitución de 1853 permite el cambio de las estructuras económicas imperantes y la institucionalización del movimiento político propugnador de este cambio. Empero, todo lo que permite la Constitución escrita de 1853 por falta de preceptos prohibitivos, la de 1949 lo dispone de manera expresa y concede a los órganos del Estado las atribuciones precisas para tomar las decisiones conducentes al cambio de las estructuras económicas” (pág 245).

Este último pensamiento de Sampay, estaba influido por la derogación de la Constitución de 1949 por un gobierno de facto y que esta decisión fuera posteriormente ratificada por una Convención Constituyente elegida sobre la base de la proscripción del peronismo.  En este punto, es necesario recordar que la Convención Constituyente de 1994 (elegida sin ninguna clase de proscripción) por unanimidad confirmó la vigencia de la Constitución de 1853 y sus modificaciones dejando de lado la reforma cristalizada en el año 1949.

Quizás lo más importante para rescatar del último pensamiento de Sampay, sea el expreso reconocimiento que él hace de la amplitud de las normas de la Constitución de 1853 y que éstas no impiden reflejar el cambio de las estructuras sociales y económicas que se producen en la dimensión política y sociológica. Claro está, que si esto era posible con la vieja Constitución de 1853, mucho más aún lo es, con la reforma constitucional de 1994 mediante la cual se profundizó el modelo de democracia social tanto en el texto constitucional incorporado como en la invitación realizada a los Instrumentos Internacionales sobre derechos humanos.

Intentar sostener el relato reformista sobre el ideal de la Constitución de 1994 para perpetuar el “nuevo orden social y económico alcanzado”, se ahoga en el pensamiento de un Sampay que es invocado permanentemente de forma tergiversada por los voceros de la realidad paralela.

Los  reformadores sólo persiguen un solo objetivo: la reelección de Cristina. Lo demás es “puro cuento” para intentar encubrir los temores que solamente los operadores del relato conocen.

Extraído de: http://underconstitucional.blogspot.com.ar/

viernes, 24 de agosto de 2012

Reflexión

No puede haber una República, sin diálogo.

No puede haber Instituciones sin democracia.

No puede haber Igualdad si no hay Libertad.

No puede haber Libertad si no hay tolerancia hacia la opiniòn crìtica.

No puede haber Democracia si todas las decisiones del Estado dependen de la voluntad de una sola persona.

martes, 12 de junio de 2012

Presidencialismos fuertes vs. derechos



Por Roberto Gargarella
Publicado en diario Perfil 13/05/12

La discusión constitucional ha quedado entrampada, políticamente, en la habitual disputa sobre la reelección presidencial; y académicamente, en el ya aburrido y bastante infructuoso debate sobre presidencialismo-parlamentarismo. Tratando de salir de tales atolladeros, en lo que sigue quisiera ocuparme de uno de los temas más interesantes –y pendientes todavía– vinculados con la reforma constitucional. Nos refiere a otra de las intensas tensiones albergadas dentro de la Constitución: aquélla entre democracia y derechos. O, en este caso, y de modo más específico, la tensión que existe entre las dos principales secciones que alberga toda Constitución: la sección de los derechos, y la sección referida a la organización del poder.
Son muchas las cuestiones merecedoras de estudio, y vinculadas con dicha tensión. La cuestión madre de todas ellas es la siguiente: ¿cómo una comunidad puede, al mismo tiempo, propiciar una Constitución tan generosa en materia de derechos (como todas las constituciones latinoamericanas) y una organización del poder tan “avara”, que organiza el poder de modo tan vertical y concentrado?
La pregunta citada puede parecer algo técnica, pero es susceptible en verdad de traducciones políticas bastante obvias y sencillas de entender. Días pasados, un militante de este Gobierno sugirió, por caso, una respuesta posible, sosteniendo algo como lo siguiente: “Aquellos interesados en defender los derechos de las personas deberían saber que en la Argentina, como en toda Latinoamérica, los momentos más ricos en la creación de derechos se han producido bajo el contexto de los presidencialismos más fuertes: Cárdenas, Yrigoyen, Vargas, Perón”. Obviamente, dicha afirmación pretendía, sobre todo –y por un lado– defender al actual presidencialismo ultraconcentrado de Cristina Kirchner, y por otro descalificar la opinión constitucional más bien opuesta, que es la que tenemos muchos, y que diría algo así: “Porque nos interesa la protección de derechos somos críticos de los sistemas de autoridad concentrada, como el que ahora tenemos”.
La discusión al respecto es muy promisoria, y de ningún modo merece agotarse en unas pocas líneas. Aquí, entonces, y por falta de espacio, daré sólo algunos indicios de cómo podría seguírsela. Señalaría entonces lo siguiente. En primer lugar, nadie niega que bajo una presidencia fuerte se puedan crear nuevos derechos. Básicamente, un presidente fuerte puede hacer demasiadas cosas –una y la contraria también–, lo que nos refiere a una de las principales virtudes y uno de los principales defectos del presidencialismo fuerte. En segundo lugar, experiencias como las citadas son, justamente, buenos ejemplos de lo atractivos y lo riesgosos que son, para los derechos, los sistemas políticos de autoridad concentrada (por tomar sólo un caso, Vargas no sólo propició una Constitución generosa en materia de derechos sociales: también se autoproclamó dictador, y abrazando una política alineada con el nazismo persiguió y encarceló masivamente a disidentes y expulsó de modo brutal a extranjeros “peligrosos”). En tercer lugar, la experiencia europea referida a la creación de los Estados sociales que más podemos admirar (los escandinavos, en particular) no nos refiere a modelos hiperpresidencialistas como los latinoamericanos sino, sobre todo, a sociedades más igualitarias, con numerosas y efectivas herramientas para el control democrático (antes que a sistemas políticos que habilitaban actitudes discrecionales de la presidencia). En cuarto lugar, dicha defensa del presidencialismo fuerte oculta que, en la práctica latinoamericana, el mismo sistema no sólo propició, ocasionalmente, la creación de derechos sociales, sino que además lideró, poco tiempo después, el desmantelamiento del Estado social destinado a hacer posibles tales derechos: Fujimori, Collor de Mello, Menem y tantos otros también deben ser incorporados en el panteón de los “presidentes fuertes”.
Resultaría un engaño, de otro modo, presentarnos un panteón tan incompleto, destinado a impedir que pensemos adecuadamente sobre los significados políticos del presidencialismo. Finalmente, lo que aquí sugerimos no debería sorprender a nadie: no hay razones para pensar que los mismos presidentes que se arrogan para sí solos todo el poder de decisión vayan a ser los que propicien una distribución del poder más democrática; es decir, una distribución del poder capaz de poner en riesgo cierto la propia autoridad detrás de la cual se acuartelan.

jueves, 19 de abril de 2012

YPF seguirá siendo privada.

YPF, creada bajo el gobierno del radical Hipólito Yrigoyen, y privatizada después de 70 años por el peronismo en su versión '90s, seguirá siendo una Sociedad Anónima.
En ese sentido se expresa el art. 15, dentro del Capítulo III del proyecto de ley de expropiación enviado por el Poder Ejecutivo en los últimos días:


ARTÍCULO 15.- Para el desarrollo de su actividad, YPF Sociedad Anónimacontinuará operando como una sociedad anónima abierta, en los términos delCapítulo II, Sección V, de la Ley Nº 19.550 y normas concordantes, no siéndole aplicable legislación o normativa administrativa alguna que reglamente laadministración, gestión y control de las Empresas o entidades en las que elEstado Nacional o los estados provinciales tengan participación.


Por lo tanto, seguirá bajo la órbita privada.
Eso es diferente a la Nacionalización, tan anunciada desde los medios, tanto oficialistas como opositores.

Click acá para ver el proyecto.

sábado, 3 de marzo de 2012

TBA y la Responsabilidad Pública


En el área del derecho público, se ubican los contratos administrativos, cuya finalidad significa la satisfacción de un interés público relevante. Los servicios públicos concesionados se rigen por esta normativa. Una vez ubicado en la esfera del Derecho Público, se entiende que la responsabilidad del Estado debe ubicarse en otro lugar: el contralor se ejerce desde un ente de regulación.
Ahora bien, sería un error considerar que el Estado debe desentenderse de la responsabilidad por lo sucedido en Once. El organismo de contralor del Poder Legislativo, la Auditoría General de la Nación, había elaborado con anterioridad a la tragedia un informe sobre las pésimas condiciones del servicio. Entre las causales encontramos la desinversión, la falta de mantenimiento, y el desvío de los subsidios en favor de actividades económicas privadas.
Ante la inacción del Estado durante este tiempo, y el incumplimiento contractual de TBA, las condiciones están dadas para que se produzcan dos consecuencias jurídicas:

a)    La responsabilidad del Estado, al mismo tiempo que TBA, por evadir el control periódico, y, por tanto, la imputación de lo ocurrido por omisión.
b)    La resolución unilateral, por parte de la Administración, del contrato de concesión de TBA, aparado en los artículos 17 y 19 del contrato.

El Estado, defendiendo el interés público, debe rendir cuentas por su inacción, con la consecuente responsabilidad de los funcionarios implicados, y tomar el control –aunque sea por tiempo determinado-, para devolver la calidad al servicio.
La ética y la responsabilidad en la Administración Pública debieran ser principios fundamentales.

martes, 28 de febrero de 2012

Democrático, pero no republicano - Luis Alberto Romero


Aunque pertenece en pleno derecho a una de las familias democráticas, el peronismo no es republicano ni pretende serlo. Es cosa sabida, pero uno no deja de sorprenderse. "Las leyes se hacen para ser violadas", me contestó hace un par de años un colega kirchnerista, ante un señalamiento mío sobre la importancia de las leyes y las normas. Lo curioso en este caso fue el lugar: el recinto de la Cámara de Diputados de la Nación, en un coloquio convocado por sus autoridades, para ilustración de los legisladores. Mi colega no es un ignorante ni mucho menos: tiene su grado, su posgrado y su experiencia universitaria. Pero expresó un sentido común antirrepublicano y antiliberal que es muy fuerte en la Argentina.

La Constitución de 1853 consagró, junto con las libertades básicas, la forma republicana de gobierno. El núcleo del régimen republicano se halla en la división de poderes, y se fundamenta en la soberanía de la ley, verdadera Arca de la Alianza de nuestro contrato político. La Constitución fija una meta y un ideal, al que el país se aproximó razonablemente en la segunda mitad del siglo XIX. Restémosle el ejercicio de fuerza que un Estado apenas en gestación hizo para consolidarse y afirmar su monopolio de la violencia. Restémosle, quizá, la cuota de presidencialismo que desde Roca se agregó a un régimen que ya era presidencial. Fuera de eso, el saldo sigue siendo favorable: el régimen resultante fue republicano.

Del lado de la democracia había muchas más deficiencias. La participación electoral no era amplia -tampoco inexistente- y los gobiernos manipulaban abiertamente los resultados electorales. La Ley Sáenz Peña cambió mucho las cosas, al establecer el sufragio secreto y obligatorio y el padrón militar. Todos los argentinos varones y adultos se hicieron ciudadanos y la manipulación de los resultados se redujo mucho. Pero el aluvión ciudadano y las nuevas prácticas políticas pusieron en tensión el régimen republicano y lo hicieron chirriar. Por entonces era algo común en el mundo. En la primera posguerra nuevos movimientos políticos concentraron su artillería en el parlamentarismo, que sobrevivió en pocos lugares. Como lo había diagnosticado Tocqueville, la democracia puede llevarse mal con la libertad y la república.

Algo de eso se vio en el gobierno de Yrigoyen. Pese a provenir de un partido que hacía de la Constitución su programa, el primer presidente auténticamente democrático estaba imbuido de una convicción regeneracionista que lo llevaba a maltratar un poco las instituciones existentes. Yrigoyen "ninguneó" al Congreso de manera ostensible. Hizo leer por un secretario los discursos presidenciales anuales. Decretó intervenciones federales hasta un día antes o un día después de los períodos de sesiones. En la Cámara, una mayoría "personalista" utilizó las sesiones para endiosar a su líder y denostar a unos opositores que pagaron con la misma moneda. Se aprobaron pocas leyes y hubo en cambio muchos decretos. Pequeñeces, sin duda, en un hombre que en el fondo era profundamente republicano.

En ese tiempo emergía con fuerza una corriente ideológica y cultural que cuestionó radicalmente la República y la Constitución toda. El "Estado liberal" (una denominación algo abusiva) fue descalificado en nombre de concepciones del individuo, la sociedad y el Estado que abrevaban en el catolicismo integrista, o simplemente en el fascismo. Los individuos se concebían inmersos en sus comunidades; la sociedad era una comunidad organizada por el Estado. Este era dirigido por un líder que recibía, íntegra, la soberanía delegada por el pueblo. Otra concepción, en suma, diferente de la republicana. Una tradición en la que la ley no era ni el principio ordenador común ni el fruto de la discusión razonada de los representantes del pueblo, sino la expresión directa y variable de la voluntad del pueblo, delegada en el líder.

Es fácil reconocer en el peronismo esta tradición, originada en el nacionalismo católico y en el fascismo. Para su puesta en práctica no fue necesario reformar el núcleo dogmático de la Constitución, como reclamaban los antiliberales, sino simplemente ajustar la interpretación de las normas. Violar la ley no significa necesariamente hacerla desaparecer, sino adaptarla a las decisiones del Ejecutivo. El Congreso no dejó de existir, pero los representantes peronistas se limitaron a clausurar el debate y aprobar por aclamación. El Preámbulo de la Constitución siguió vigente, pero la unidad de doctrina, la "doctrina nacional", fue incluida en otros textos normativos.

Desde entonces y hasta 1983 las instituciones republicanas no se recuperaron. Las dictaduras militares, además de ignorarlas, trabajaron por la "unidad de discurso". Los breves regímenes constitucionales -con la excepción del de Illia, un oasis en el desierto- le dieron poca relevancia al Congreso (aún con cómodas mayorías) y prefirieron negociar con los factores de poder reales: las Fuerzas Armadas, los sindicatos, los empresarios, la Iglesia. Aquellos con los que en 1973 Perón intentó, algo ingenuamente, reconstruir su Comunidad Organizada.

El año 1983 fue una fecha crucial, pues el gobierno triunfante se propuso armonizar la democracia y la república. No fue una "recuperación", sino la fundación de un orden hasta entonces no conocido, fundado en el doble principio de la soberanía popular y la soberanía de la ley. En la práctica hubo transgresiones, pero me parecen menores en comparación con el enorme esfuerzo pedagógico realizado por el gobierno electo -a menudo en contra de sus intereses políticos inmediatos- para consolidar esos principios.

Duró poco. Quizá porque tales convicciones no arraigaban en la cultura política argentina, trabajada por seis décadas de catolicismo, nacionalismo y populismo. ¿Habría bastado una pedagogía presidencial más sostenida para modificarla? No llegamos a saberlo, porque la crisis económica sumergió a la política en un marasmo. Sobre todo, porque las salidas de la crisis consistieron en dotar a los gobiernos con recursos extraordinarios, cuyo ejercicio -más allá de su eficacia eventual- corroía necesariamente la institucionalidad republicana.

Desde entonces, como escribió Hugo Quiroga, vivimos en "emergencia permanente". El Congreso viene delegando voluntariamente gran parte de sus atribuciones en el Poder Ejecutivo. Las que no delega, éste se las toma, sin que nadie le reclame. Quizá la supervivencia de la comunidad requirió y requiere semejante delegación. O no. Pero desde 1989 todas las políticas de emergencia, de sentidos e intenciones diferentes, han tenido un punto en común: desarmar un Estado cada vez más maltrecho, destruir sus órganos de control e información y corroer sus normas, siempre modificables en razón de la emergencia. Así se esfuma el Estado -pieza central en un régimen republicano- y sólo quedan los gobiernos, que desde 1989 han sido peronistas.

Son gobiernos elegidos democráticamente, pero con escasas intenciones republicanas. Aquel peronismo que pareció cambiar en 1983 va recuperando, a pasos agigantados, su impronta inicial antirrepublicana. Las prácticas están hoy a la vista. En cuanto al discurso, es hoy común que sus defensores reiteren el viejo tópico que contrapone la democracia real con la formal; que los gobernantes critiquen a quienes, al reclamar por las normas, "ponen palos en la rueda"; que interpreten una mayoría electoral como una delegación total del poder en el jefe. En esa recuperación, no es extraño que un académico ilustrado, consciente del sentido de lo que dice, afirme que las normas han sido hechas para ser violadas.

Es posible que el gobierno peronista actual, o el de los años 90, hayan sido exitosos. Hay opiniones. Pero, sin duda, ninguno de los dos ha sido republicano. Tuvieron y tienen escasa preocupación por las instituciones o por la soberanía de la ley. Hace poco, Benedicto XVI, ante el Parlamento alemán, parafraseó una frase de San Agustín que viene al caso: "Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue al Estado de una gran banda de bandidos?" Deberíamos tratar de no llegar a ese extremo.




Publicado en La Nación, 29 de diciembre de 2011.