lunes, 13 de diciembre de 2010

Soldati, o la falta de derechos sociales


I

Por el Dr. Andrés Gil Domínguez
(Constitucionalista - UBA-)

Toda Constitución delimita un orden económico que establece los mecanismos generadores de los recursos que posibilitan dotar de eficacia al sistema de derechos en su integridad. La Constitución argentina orienta el gasto público al desarrollo humano y al progreso económico con justicia social respecto de las personas y sus derechos.
Surge de los instrumentos internacionales sobre derechos humanos que tanto los derechos civiles y políticos como los derechos económicos, sociales y culturales son indivisibles e interdependientes y se ejercen sin discriminación. No se observan argumentos mediante los cuales se pueda justificar que ellos no sean derechos fundamentales y exigibles.
Existe una obligación constitucional e internacional emergente del Pacto de derechos económicos, sociales y culturales que impone al Estado argentino hacer efectivos de forma progresiva dichos derechos. Para que un Estado pueda justificar el incumplimiento de obligaciones mínimas en la materia, debe demostrar que ha realizado todo el esfuerzo posible en la utilización de los recursos disponibles.
La invocación de la nacionalidad no es un argumento constitucionalmente válido para negar la titularidad de un derecho. Un extranjero por el sólo hecho de habitar en la Ciudad puede ejercer el derecho a la libertad de expresión; de la misma manera también titulariza el derecho de acceso a una vivienda digna por el sólo hecho de ser persona y su ejercicio dependerá de razonables reglamentaciones y de la disponibilidad de recursos. Para que estos derechos puedan alcanzar un desarrollo son necesarias políticas públicas activas que no pueden depender del arbitrio discrecional de las autoridades. Los sucesos de Villa Soldati son un emergente de la ausencia del Estado en el desarrollo del espacio público y en una eficaz política de acceso a la vivienda. Que mueran personas por un pedazo de tierra en una Ciudad abundante en recursos es una afrenta que tendría que avergonzarnos.


II

Por el Dr. Guido Risso
(Constitucionalista - UBA-)


La tragedia ocurrida en Villa Soldati evidencia diversas cuestiones que ampliamente superarían los límites de esta breve reflexión académica. Sin embargo, deja en carne viva una cuestión fundamental que sí pretendemos analizar: las deudas pendientes de nuestra democracia.
Sucede que frente a determinados grupos sociales el sistema político mantiene tan sólo una semblanza democrática. Es decir, luego de varios años de restauración democrática, en Argentina aún se puede advertir que la desigualdad en la distribución de la riqueza sigue castigando a cierta parte –vulnerable– de la población que aún no ve realizado un derecho constitucional (artículo 14 bis) como es el acceso a una vivienda digna.
En la resistencia de aquellos que luchan por sus derechos poniendo el cuerpo se advierte un fenómeno paradojal –cada vez más común en nuestras democracias latinoamericanas—, una forma de ejercicio de derechos que parece estar vinculada con aquello que es, precisamente, lo contrario al derecho: la fuerza.
En suma, la democracia no puede legitimarse más sólo a partir de procedimientos burocráticos para vehiculizar la soberanía popular, pues debe convertirse en una verdadera democracia social para que los derechos se reconozcan a todos, y la fuerza no sea un instrumento paradojal de adquisición de derecho.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Ventajas del Parlamentarismo


Distintas figuras políticas y jurídicas se manifiestan a favor de atenuar los problemas que causa el hiperpresidencialismo en las instituciones. Hay que evitar las trampas de final trágico cuando se pierde la mayoría en las elecciones legislativas.



Por: Roberto Saba
Fuente: PROFESOR DE DERECHO CONSTITUCIONAL. DECANO FACULTAD DE DERECHO, UNIVERSIDAD DE PALERMO
La muerte de Raúl Alfonsín nos motiva a muchos a revisitar la obra de su presidencia y, en particular, algunos de los proyectos que, a pesar de no haber prosperado, no han perdido actualidad.

En este sentido, quiero detenerme en su iniciativa de intentar una reforma constitucional que aspiraba a darle mayor estabilidad al gobierno frente a la paradójica debilidad en que lo deja el hiperpresidencialismo establecido por la Constitución y alimentado por la práctica política. En 1984, le encargó el diseño de la propuesta a Carlos Nino. La idea era la de instaurar una nueva forma de gobierno semipresidencialista en Argentina, más cercana al modelo de los gobiernos parlamentarios europeos que al de la presidencia de los Estados Unidos, que parece funcionar más o menos bien sólo en ese país.

El diagnóstico que motivaba la propuesta era que la combinación de un Presidente elegido por el voto popular y el establecimiento de un mandato de tiempo fijo (cuatro años desde la reforma de 1994) genera una trampa de trágico final cuando el mandatario pierde el apoyo de las mayorías que lo votaron y aun le queda mucho (o incluso poco) tiempo por delante en el cargo. Ello podría traducirse, incluso, en la pérdida de la mayoría en el Parlamento. El Presidente, imbuido del enorme poder formal que le confiere la Constitución, carecería en esa circunstancia adversa del necesario poder real para llevar adelante sus políticas. El desenlace probable es su renuncia.

Ese final es una catástrofe de dimensión tsunámica tanto para el líder como para su grupo político, que puede hacerlos desaparecer de la escena política por años o décadas.

Por eso, se comprende la desesperación por renovar la legitimidad perdida que lleva al líder a idear todo tipo de parches para un sistema demasiado rígido con el fin de poder seguir gobernando: cambios en el gabinete, adelantamiento de elecciones, campañas electorales dramáticas del tipo "yo o el fin del mundo" o esta nueva propuesta de las candidaturas "testimoniales". Alfonsín y de la Rúa padecieron situaciones de este tipo en 1989 y 2001, respectivamente.

Un sistema más parlamentario, en cambio, intenta superar el grave problema de un Jefe del Ejecutivo que ocupa su puesto a raíz del voto de mayorías pasadas que ya se han desvanecido. El modelo se distingue por un aspecto central de su diseño: el Primer Ministro, cargo comparable al de nuestro Presidente, cuando observa que se pone en duda cuál es el real apoyo popular con el que cuenta, tiene a su alcance la poderosa y excepcional herramienta de disolver al Parlamento, es decir, hacer caducar los mandatos de todos los legisladores y convocar a elecciones legislativas con miras a ganar esas elecciones legislativas y así renovar una legitimidad que se supone perdida. Si vence, sigue adelante con renovadas fuerzas. Si pierde, la nueva mayoría parlamentaria vota su remoción y elige un nuevo Primer Ministro, que gobernará, ahora, con apoyo de las mayorías. Así, ese mandatario es siempre un líder que goza del apoyo popular y del acompañamiento de una mayoría legislativa en el Congreso, lo cual le permite gobernar. Esta especie de plebiscito es algo normal y hasta saludable en el contexto del parlamentarismo.

El problema no es el "plebiscito", sino el retorcimiento artificial de las reglas de juego vigentes en el hiperpresidencialismo para que ello suceda, degrandando las instituciones y la Constitución. Siempre es bueno que el gobierno sea respaldado por la mayoría del pueblo, pero el presidencialismo no deja espacio para que pueblo y gobierno coincidan porque deja atrapado al Presidente en un mandato de tiempo fijo.

Además de Alfonsín y de Nino, se han expresado a favor de esta propuesta de antídoto para curar nuestra debilidad institucional estructural, juristas y políticos que van desde el juez Raúl Zaffaroni al ex presidente Duhalde, pasando por Néstor Kirchner, que sostuvo en 2003 que "de las veintidós democracias estables existentes en el mundo, tomando como parámetro aquellas que han durado cincuenta años o más ininterrumpidamente, veinte son parlamentarias, y este dato algo nos tiene que decir. A primera vista parecería que el parlamentarismo presenta una mejor opción que el presidencialismo".

Muchos ven el problema. Sin embargo, parece ser que el único que podría avanzar con la solución es un Presidente que aún conserve su poder intacto, quizá al inicio de su mandato, pero, paradójicamente, ese momento es en el que ese mandatario cuenta con los menores incentivos para reducir su propio poder.

En este punto, quizá Alfonsín, cuando lanzó su propuesta en 1984, fue, también en esto, una excepción.


Artículo publicado en Clarín, 27/4/09