jueves, 22 de agosto de 2013

Obediencia Debida y Punto Final - Cuestiones de constitucionalidad

SOBRE LA INCONSTITUCIONALIDAD DE LA LEY 25.779
PABLO MANILI
(“Nos guste o no nos guste”)


Publicado en Anales de Legislación Argentina, Boletín Informativo n° 23, Buenos Aires, Ed. La Ley,  10de Septiembre de 2003, pág. 1; y en Revista Abogados, publicación del Colegio Público de Abogados de la Capital Federal, nº 70, Octubre de 2003, pág 46.


I. Análisis de las Leyes 23.492 y 23.521
                         Nos guste o no nos guste, las leyes llamadas “punto final” y “obediencia debida” fueron, en su momento, perfectamente constitucionales y gozaron de una amplia legitimidad política. Ello, por tres  tipos de razones:

a) Desde el punto de vista estrictamente constitucional, el art. 67 inciso 17 de la Constitución Nacional (hoy 75 inciso 20) consagraba claramente la facultad del Congreso de “conceder amnistías generales”, y como quien puede lo más puede lo menos, debemos aceptar que si ese órgano estaba habilitado para amnistiar (es decir, para borrar el delito) también estaba habilitado para exculpar (lo cual no desconoce, sino que presupone la existencia de un hecho intrínsecamente ilícito) y para modificar el plazo de prescripción de la acción penal, que es una cuestión meramente procesal. La llamada ley de “obediencia debida” hizo lo primero y la mal llamada ley de “punto final” hizo lo segundo. Decimos “mal llamada” porque la terminología “punto final” puede llevar a pensar a algún lector desprevenido que dicha ley implicó terminar con los juicios, cuando en realidad fue exactamente lo contrario, ya que su dictado generó la interposición de una catarata de denuncias, para evitar la prescripción de las acciones[1], ya que esa ley abreviaba el plazo de extinción de la acción penal.

b) Desde el punto de vista de la teoría política es imposible (si opinamos de buena fe) desconocer cuatro cuestiones:
i)                    Ambas leyes formaron parte de la propuesta electoral que el cincuenta y dos por ciento de los argentinos votó el 30 de Octubre de 1983: El partido político que terminó triunfante en esas elecciones claramente sostuvo durante la campaña que habían existido tres niveles de responsabilidad: los que dieron órdenes, los que se excedieron en el cumplimiento de esas órdenes y los que actuaron bajo la obediencia debida en los términos del art. 34 del Código Penal (norma que, conviene recordar, tenía por entonces más de sesenta años de vigencia) y del art. 514 del Código de Justicia Militar que establecía: “Cuando se haya cometido delito por la ejecución de una orden de servicio, el superior que la hubiere dado será el único responsable; sólo será considerado cómplice el inferior cuando éste se hubiere excedido en el cumplimiento de dicha orden”. En otras palabras, ambas leyes contaban con una amplia legitimidad popular para su dictado, nos guste o no nos guste.
ii)                   Pretender juzgar a los miles de represores era una utopía (o tal vez una estupidez) en el marco de la recién nacida y débil democracia argentina. Fue por eso que las mayorías parlamentarias (y no sólo el partido de gobierno, ya que éste era minoría en el Senado de la Nación) optaron por juzgar solamente a los jefes de la represión ilegal, para mantener la democracia, como única garantía posible para la defensa de los derechos humanos hacia el futuro, y no empeñarse tozudamente juzgar retroactivamente a “todos” los represores, poniendo en peligro el sistema democrático[2]. El jurista italiano Antonio Cassese[3] (que por entonces fue un activo funcionario de la ONU en el área de derechos humanos) resumió magistralmente el dilema, al preguntarse qué era lo más importante en ese momento: “¿Hacer justicia o impedir el retorno a la barbarie?”... No por nada Argentina fue el único país en la historia del mundo que juzgó con sus propios jueces naturales a los jerarcas de un régimen que practicó el terrorismo de estado y cometió crímenes aberrantes: la explicación de ese fenómeno es sencilla: los regímenes políticos de trancisión instalados en los países que sufrieron esos flagelos no tuvieron la fuerza o el coraje necesarios para hacerlo: ni los nazis, ni los japoneses, ni los hutus o tutsis, ni los jerarcas kosovares fueron juzgados por jueces naturales del país, sino que fue necesaria la implantación –ex post- de tribunales internacionales para hacerlo (dos de ellos militares: Nuremberg y Tokio, y otros dos creados por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas: Rwanda y Ex Yugoslavia).
iii)                 Tampoco podemos olvidar (siempre dentro de la buena fe) que en 1986 y 1987 la mayoría de los militares citados a declarar por los jueces civiles se negaron a comparecer, y varios de ellos se acuartelaron y respondieron a la citación con amenazas de uso de armas o de atentados contra el sistema democrático (en Tucumán, Monte Caseros, Villa Martelli, etc.). La opción, en la Semana Santa de 1987, era: continuar con la pretensión de juzgar a todos o mantener la democracia; y tanto el Congreso como el Presidente optaron por lo segundo. Y eso fue acertado, pese a que muchos aún se empeñen en ridiculizar irrespetuosamente lo actuado entonces. 
iv)                 Aún después de la sanción de las llamadas leyes de “punto final” y “obediencia debida”, los principales responsables de las violaciones sistemáticas a los derechos humanos durante la dictadura militar de 1976 a 1983 continuaban detenidos, cumpliendo las condenas que les había impuesto la Cámara Federal de Apelaciones en lo Criminal, confirmadas por la CSJN. No fue por obra de estas leyes, sino por los indultos dictados en 1990 que recuperaron su libertad (estemos alertas para que el árbol no nos impida ver el bosque).  

c) Desde el punto de vista del derecho internacional, el problema es más complejo y deja mayores interrogantes, porque:
i)                    Al momento de la sanción de las leyes de punto final y obediencia debida (1986 y 1987) aún no habían sido elevados a la jerarquía constitucional los once instrumentos internacionales de derechos humanos a que se refiere el art. 75 inciso 22, lo cual fue establecido recién en 1994.
ii)                   En ese momento (y hasta 1992, en que la CSJN dictó el fallo “Ekmekdjian c/ Sofovich[4]) se aplicaba en nuestro país el principio según el cual una ley posterior podía derogar un tratado internacional anterior[5]. Sin perjuicio de señalar que discrepábamos y discrepamos con esa interpretación, hay que reconocer que, nos guste o no nos guste, ése era el derecho vigente al momento de dictarse las leyes, y según esa interpretación, el Congreso podía sancionar leyes contrarias a los tratados internacionales.
iii)                 Al momento de los hechos a los que se refieren esas leyes tampoco estaban vigentes para nuestro país la mayoría de los tratados de derechos humanos aplicables a esos hechos, los cuales fueron ratificados a partir de 1984. Ni siquiera se había adoptado la Convención Interamericana sobre la Desaparición Forzada de Personas, que data de 1994.
                          De lo señalado en los tres puntos precedentes surgen dos interrogantes:
a)      Si la elevación posterior a la jerarquía constitucional de instrumentos internacionales inconstitucionaliza retroactivamente las leyes en cuestión: Creemos que aún cuando se sostenga que la reforma de 1994 haya generado la inconstitucionalidad sobreviniente de esas leyes (que no son estrictamente amnistías), ese vicio no puede implicar la revisión de situaciones jurídicas nacidas por la aplicación de las mismas antes de la reforma.
b)      Si existían (en 1986 y 1987) normas consuetudinarias de derecho internacional (a las que la doctrina nacional generalmente denomina “derecho de gentes”) aplicables a la República Argentina que hubieran resultado violadas por la sanción de esas leyes.     

II. Análisis de la Ley 25.779:
                         Nos guste o no nos guste, la pretendida anulación que el Congreso Nacional llevó a cabo a través de la ley que comentamos, es a todas luces inconstitucional, por razones adjetivas y sustantivas:
a) Inconstitucionalidad Adjetiva: El Congreso puede sancionar, modificar o derogar leyes, pero no anularlas. Ni siquiera los jueces pueden anular leyes en el marco de un sistema de control difuso de constitucionalidad como el que funciona en Argentina: sólo pueden declarar su inconstitucionalidad para no aplicarlas a un caso concreto.
                        A nadie le escapa que, si el mismo órgano que crea una norma luego la anula (como diciendo “aquí no pasó nada”) la seguridad jurídica y la credibilidad en las instituciones de esa nación quedaría reducida a cero. Varios legisladores intentaron justificar esta ley con el argumento de que era solamente una declaración política, pero si así fuera, creemos que han equivocado el vehículo, ya que el Congreso tampoco puede hacer manifestaciones políticas mediante leyes, a lo sumo podría hacerlo mediante resoluciones o declaraciones, pero no a través de una norma que pasa a integrar el sistema jurídico de la nación. También se ha sostenido[6] que lo que en la década del ochenta era imposible por razones políticas, hoy es posible y que ello justifica que el Congreso cambie de opinión: en ese caso creemos que el Congreso debería haber derogado las leyes, pero no haberlas anulado. Por último, se ha esgrimido el argumento según el cual dichas leyes habían sido “declaradas nulas[7] en el informe 28/92 de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, pero también discrepamos con este argumento por dos razones: a) Porque la referida Comisión es un órgano político (no jurisdiccional), que emite informes[8] (no sentencias), y porque los órganos internacionales de promoción o protección de los derechos humanos no tienen facultades anulatorias sino solamente condenatorias para que el Estado repare las violaciones a esos derechos (a lo sumo puede sugerir a los estados que reformen su legislación, pero no anularla). b) Porque pretender justificar la actual declaración de nulidad en sede interna con base en una declaración de nulidad hecha en sede internacional implica una autocontradicción, ya que si esta última (la internacional) hubiera sido válida, la primera (interna) carece de sentido.   

b) Inconstitucionalidad Sustantiva: Evidentemente el Congreso ha utilizado la terminología de la nulidad para darle efectos retroactivos a la aplicación de la presente ley, de lo contrario se habría conformado con sancionar su derogación. Y allí radica la inconstitucionalidad sustantiva de la norma bajo análisis, ya que toda situación jurídica que hubiere nacido durante la vigencia de esa norma debe ser respetada y no hay juez ni legislador que pueda trazar excepciones a ese principio, dado que ello se encuentra claramente vedado por el art. 17 de la Constitución Nacional, según la invariable jurisprudencia de la CSJN, que viene declarándolo así desde hace décadas.
                        Distinto es el caso de la ley 23.040 (sancionada por el flamante gobierno democrático, el 22 de Diciembre de 1983) que estableció “derógase por inconstitucional y declárase insanablemente nula la ley de facto 22.924” por la cual los represores y torturadores de la dictadura militar se habían auto-amnistiado. En ese caso, se trataba de un Congreso democrática y constitucionalmente electo que anulaba un decreto-ley sancionado por un gobierno de facto, es decir: un órgano de la Constitución reaccionó frente a lo hecho por los usurpadores del poder en su propio beneficio; mientras que en el presente caso es el mismo órgano el que pretende desdecirse de lo legislado con anterioridad.   

III. Reflexión Final:
                        Nos guste o no nos guste, hasta los peores genocidas, torturadores y delincuentes en general están amparados por las normas de derechos humanos y tienen derecho a que se respete su derecho al debido proceso, a la irretroactividad de las leyes, y a la cosa juzgada. No podemos violar los derechos humanos de unos para perseguir el juzgamiento de crímenes cometidos en perjuicio de otros.
                        Y he allí lo maravilloso de los derechos humanos: son de todos y para todos, y no de algunos en perjuicio de otros. Los derechos humanos no son patrimonio de la derecha ni de la izquierda; al contrario: son demasiado importantes para dejarlos en manos de una parcialidad.





[1] Para mayor desarrollo, puede verse nuestro artículo “Crimen y Castigo. Los Derechos Humanos en Argentina a Fines del Siglo XX”, en Revista Científica de la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales, Vol. IV, n* 2, Primavera de 2000, pág. 238 y ss.
[2] Nino, Carlos S., Juicio al Mal Asoluto, Buenos Aires, Emecé, 1996, pág. 114. En el mismo sentido puede verse Vanossi, Jorge, “Una ley necesaria para seguir adelante”, en La Nación del 2 de marzo de 2003, Sección 7, página 5.
[3] Cassese, Antonio, Los Derechos Humanos en el Mundo Contemporáneo, Barcelona, Ariel, 1991, pág. 185.
[4] Fallos 315:1492. 
[5] Según lo resuelto en “Martín y Cía. Ltda.”, de 1963 (Fallos 257:99) y en “Esso S.A. Petrolera Argentina”, de 1968, (Fallos 271:7)
[6] Gordillo, Agustín, “Decláranse Insanablemente nulas las leyes 23.492 y 23.521” en La Ley del 25 de Agosto de 2003, pág. 1.
[7] Lo correcto terminológicamente es decir: “la Comisión Interamericana opina (o sostiene) que dichas leyes son nulas” y no que “las declaró nulas”.
[8] Hemos tratado el tema con mayor detalle en nuestro libro El Bloque de Constitucionalidad: La Recepcion del Derecho Internacional de los Derechos Humanos en el Derecho Constitucional Argentino, Buenos Aires, La Ley, 2003, pág. 274. 

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