SOBRE LA INCONSTITUCIONALIDAD DE LA
LEY 25.779
PABLO MANILI
(“Nos
guste o no nos guste”)
Publicado en Anales
de Legislación Argentina, Boletín Informativo n° 23, Buenos Aires, Ed. La
Ley, 10de Septiembre de 2003, pág. 1; y
en Revista Abogados, publicación del Colegio Público de Abogados de la
Capital Federal, nº 70, Octubre de 2003, pág 46.
I. Análisis
de las Leyes 23.492 y 23.521:
Nos
guste o no nos guste, las leyes llamadas “punto final” y “obediencia debida” fueron,
en su momento, perfectamente constitucionales y gozaron de una amplia
legitimidad política. Ello, por tres
tipos de razones:
a) Desde el punto de vista
estrictamente constitucional, el art. 67 inciso 17 de la
Constitución Nacional (hoy 75 inciso 20) consagraba claramente la facultad del
Congreso de “conceder amnistías generales”,
y como quien puede lo más puede lo menos, debemos aceptar que si ese órgano
estaba habilitado para amnistiar (es decir, para borrar el delito) también
estaba habilitado para exculpar (lo cual no desconoce, sino que presupone la
existencia de un hecho intrínsecamente ilícito) y para modificar el plazo de
prescripción de la acción penal, que es una cuestión meramente procesal. La
llamada ley de “obediencia debida” hizo lo primero y la mal llamada ley de
“punto final” hizo lo segundo. Decimos “mal llamada” porque la terminología
“punto final” puede llevar a pensar a algún lector desprevenido que dicha ley
implicó terminar con los juicios, cuando en realidad fue exactamente lo contrario,
ya que su dictado generó la interposición de una catarata de denuncias, para
evitar la prescripción de las acciones,
ya que esa ley abreviaba el plazo de extinción de la acción penal.
b) Desde el punto de vista de la teoría política es imposible (si opinamos de buena fe) desconocer cuatro
cuestiones:
ii)
Pretender juzgar a los miles de
represores era una utopía (o tal vez una estupidez) en el marco de la recién
nacida y débil democracia argentina. Fue por eso que las mayorías
parlamentarias (y no sólo el partido de gobierno, ya que éste era minoría en el
Senado de la Nación) optaron por juzgar solamente
a los jefes de la represión ilegal,
para mantener la democracia, como única garantía posible para la defensa de los
derechos humanos hacia el futuro, y no empeñarse tozudamente juzgar
retroactivamente a “todos” los represores, poniendo en peligro el sistema
democrático. El
jurista italiano Antonio Cassese
(que por entonces fue un activo funcionario de la ONU en el área de derechos
humanos) resumió magistralmente el dilema, al preguntarse qué era lo más importante
en ese momento: “¿Hacer justicia o
impedir el retorno a la barbarie?”... No por nada Argentina fue el único país en la historia del mundo que juzgó con sus
propios jueces naturales a los jerarcas de un régimen que practicó el
terrorismo de estado y cometió crímenes aberrantes: la explicación de ese
fenómeno es sencilla: los regímenes políticos de trancisión instalados en los
países que sufrieron esos flagelos no tuvieron la fuerza o el coraje necesarios
para hacerlo: ni los nazis, ni los japoneses, ni los hutus o tutsis, ni los
jerarcas kosovares fueron juzgados por jueces naturales del país, sino que fue
necesaria la implantación –ex post-
de tribunales internacionales para hacerlo (dos de ellos militares: Nuremberg y
Tokio, y otros dos creados por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas:
Rwanda y Ex Yugoslavia).
iii)
Tampoco podemos olvidar
(siempre dentro de la buena fe) que en 1986 y 1987 la mayoría de los militares
citados a declarar por los jueces civiles se negaron a comparecer, y varios de
ellos se acuartelaron y respondieron a la citación con amenazas de uso de armas
o de atentados contra el sistema democrático (en Tucumán, Monte Caseros, Villa
Martelli, etc.). La opción, en la Semana Santa de 1987, era: continuar con la
pretensión de juzgar a todos o mantener la democracia; y tanto el Congreso como
el Presidente optaron por lo segundo. Y eso fue acertado, pese a que muchos aún
se empeñen en ridiculizar irrespetuosamente lo actuado entonces.
iv)
Aún después de la sanción de
las llamadas leyes de “punto final” y “obediencia debida”, los principales
responsables de las violaciones sistemáticas a los derechos humanos durante la
dictadura militar de 1976 a 1983 continuaban detenidos, cumpliendo las condenas
que les había impuesto la Cámara Federal de Apelaciones en lo Criminal,
confirmadas por la CSJN. No fue por obra de estas leyes, sino por los indultos
dictados en 1990 que recuperaron su libertad (estemos alertas para que el árbol
no nos impida ver el bosque).
c) Desde el punto de vista
del derecho internacional, el problema es más complejo y deja
mayores interrogantes, porque:
i)
Al momento de la sanción de las
leyes de punto final y obediencia debida (1986 y 1987) aún no habían sido
elevados a la jerarquía constitucional los once instrumentos internacionales de
derechos humanos a que se refiere el art. 75 inciso 22, lo cual fue establecido
recién en 1994.
ii)
En ese momento (y hasta 1992, en
que la CSJN dictó el fallo “Ekmekdjian c/
Sofovich”) se
aplicaba en nuestro país el principio según el cual una ley posterior podía
derogar un tratado internacional anterior.
Sin perjuicio de señalar que discrepábamos y discrepamos con esa
interpretación, hay que reconocer que, nos guste o no nos guste, ése era el
derecho vigente al momento de dictarse las leyes, y según esa interpretación,
el Congreso podía sancionar leyes contrarias a los tratados internacionales.
iii)
Al momento de los hechos a los que
se refieren esas leyes tampoco estaban vigentes para nuestro país la mayoría de
los tratados de derechos humanos aplicables a esos hechos, los cuales fueron
ratificados a partir de 1984. Ni siquiera se había adoptado la Convención
Interamericana sobre la Desaparición Forzada de Personas, que data de 1994.
De
lo señalado en los tres puntos precedentes surgen dos interrogantes:
a)
Si la elevación posterior a la
jerarquía constitucional de instrumentos internacionales inconstitucionaliza retroactivamente las leyes en cuestión:
Creemos que aún cuando se sostenga que la reforma de 1994 haya generado la
inconstitucionalidad sobreviniente de esas leyes (que no son estrictamente
amnistías), ese vicio no puede implicar la revisión de situaciones jurídicas
nacidas por la aplicación de las mismas antes de la reforma.
b)
Si existían (en 1986 y 1987)
normas consuetudinarias de derecho
internacional (a las que la doctrina nacional generalmente denomina “derecho de
gentes”) aplicables a la República Argentina que hubieran resultado violadas
por la sanción de esas leyes.
II. Análisis
de la Ley 25.779:
Nos guste o no nos guste,
la pretendida anulación que el Congreso Nacional llevó a cabo a través de la
ley que comentamos, es a todas luces inconstitucional, por razones adjetivas y
sustantivas:
a) Inconstitucionalidad Adjetiva: El Congreso puede sancionar, modificar o derogar leyes, pero no
anularlas. Ni siquiera los jueces pueden anular leyes en el marco de un sistema
de control difuso de constitucionalidad como el que funciona en Argentina: sólo
pueden declarar su inconstitucionalidad para no aplicarlas a un caso concreto.
A nadie le escapa que,
si el mismo órgano que crea una norma luego la anula (como diciendo “aquí no pasó nada”) la seguridad
jurídica y la credibilidad en las instituciones de esa nación quedaría reducida
a cero. Varios legisladores intentaron justificar esta ley con el argumento de
que era solamente una declaración política, pero si así fuera, creemos que han
equivocado el vehículo, ya que el Congreso tampoco puede hacer manifestaciones
políticas mediante leyes, a lo sumo podría hacerlo mediante resoluciones o
declaraciones, pero no a través de una norma que pasa a integrar el sistema
jurídico de la nación. También se ha sostenido
que lo que en la década del ochenta era imposible por razones políticas, hoy es
posible y que ello justifica que el Congreso cambie de opinión: en ese caso
creemos que el Congreso debería haber derogado las leyes, pero no haberlas
anulado. Por último, se ha esgrimido el argumento según el cual dichas leyes
habían sido “declaradas nulas”
en el informe 28/92 de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, pero
también discrepamos con este argumento por dos razones: a) Porque la referida
Comisión es un órgano político (no jurisdiccional), que emite informes
(no sentencias), y porque los órganos internacionales de promoción o protección
de los derechos humanos no tienen facultades anulatorias sino solamente
condenatorias para que el Estado repare las violaciones a esos derechos (a lo
sumo puede sugerir a los estados que reformen su legislación, pero no
anularla). b) Porque pretender justificar la actual declaración de nulidad en
sede interna con base en una declaración de nulidad hecha en sede internacional
implica una autocontradicción, ya que si esta última (la internacional) hubiera
sido válida, la primera (interna) carece de sentido.
b) Inconstitucionalidad Sustantiva: Evidentemente el Congreso ha utilizado la terminología de la
nulidad para darle efectos retroactivos a la aplicación de la presente ley, de
lo contrario se habría conformado con sancionar su derogación. Y allí radica la
inconstitucionalidad sustantiva de la norma bajo análisis, ya que toda
situación jurídica que hubiere nacido durante la vigencia de esa norma debe ser
respetada y no hay juez ni legislador que pueda trazar excepciones a ese
principio, dado que ello se encuentra claramente vedado por el art. 17 de la
Constitución Nacional, según la invariable jurisprudencia de la CSJN, que viene
declarándolo así desde hace décadas.
Distinto es el caso de la ley 23.040
(sancionada por el flamante gobierno democrático, el 22 de Diciembre de 1983)
que estableció “derógase por
inconstitucional y declárase insanablemente nula la ley de facto 22.924”
por la cual los represores y torturadores de la dictadura militar se habían
auto-amnistiado. En ese caso, se trataba de un Congreso democrática y
constitucionalmente electo que anulaba un decreto-ley sancionado por un
gobierno de facto, es decir: un órgano de la Constitución reaccionó frente a lo
hecho por los usurpadores del poder en su propio beneficio; mientras que en el
presente caso es el mismo órgano el que pretende desdecirse de lo legislado con
anterioridad.
III.
Reflexión Final:
Nos
guste o no nos guste, hasta los peores genocidas, torturadores y delincuentes
en general están amparados por las normas de derechos humanos y tienen derecho
a que se respete su derecho al debido proceso, a la irretroactividad de las
leyes, y a la cosa juzgada. No podemos violar los derechos humanos de unos para
perseguir el juzgamiento de crímenes cometidos en perjuicio de otros.
Y he
allí lo maravilloso de los derechos humanos: son de todos y para todos, y no de
algunos en perjuicio de otros. Los derechos
humanos no son patrimonio de la derecha ni de la izquierda; al contrario: son
demasiado importantes para dejarlos en manos de una parcialidad.
Para mayor desarrollo, puede verse nuestro
artículo “Crimen y Castigo. Los Derechos Humanos en Argentina a Fines del Siglo
XX”, en Revista Científica de la
Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales, Vol. IV, n* 2, Primavera
de 2000, pág. 238 y ss.
Nino, Carlos S., Juicio al Mal Asoluto, Buenos Aires, Emecé, 1996, pág. 114. En el
mismo sentido puede verse Vanossi, Jorge, “Una ley necesaria para seguir
adelante”, en La Nación del 2 de
marzo de 2003, Sección 7, página 5.