martes, 18 de diciembre de 2012

Lecciones de derecho constitucional - Terragno


La regla es inapelable: “Un jugador queda off side cuando, al recibir un pase, está más cerca de la línea de gol que el penúltimo adversario”.
No es una norma hecha para un jugador determinado .
A nadie se le ocurre que se pueda cambiar el reglamento una vez comenzado el partido . Esto, tan claro hablando de fútbol, no se ve con igual claridad cuando se trata de leyes que rigen, no ya un partido, sino la vida de todos los ciudadanos.
El Congreso sanciona, en ocasiones, leyes destinadas a favorecer o perjudicar a tal o cual persona o empresa . Viola así el reglamento al que debe ajustarse el juego democrático.
Las leyes tienen que ser de confección; no a medida.
En sociedades que han vivido bajo dictaduras, esta idea elemental puede estar deshidratada. Es que las dictaduras no sólo hieren mientras duran; dejan secuelas que afectan por largo tiempo el funcionamiento social. Hay gobernantes, libremente elegidos, que a veces envidian la potestad de aquellos que legislaban en la Casa de Gobierno y habían destituido a la Corte de un plumazo. Eso los lleva a cierta heterodoxia constitucional.
Si cuentan con mayoría suficiente en el Congreso, hacen que su voluntad, cualquiera sea, se convierta en ley.
Y suponen que esa ley es palabra santa.
Las leyes no nacen, sin embargo, inmunes a la acción de los otros poderes del Estado.
El mismo Ejecutivo puede matarlas o amputarlas, y de hecho lo hace con algunas que son resultado de voluntades ajenas. El veto le permite borrar lo que han escrito los legisladores. Ocurrió en 2008. La Ley de Protección de los Glaciares fue aprobada por unanimidad en ambas cámaras, pero a la Presidenta no le gustó lo que decía, ejerció el poder de veto y dejó a la ley en la nada.
A nadie se le ocurrió que esa decisión creara un conflicto de poderes.
También el Poder Judicial puede dejar una ley sin efecto, en este caso no a su arbitrio, sino cuando la ley choca con algún precepto de la Constitución.
Cuestionada la constitucionalidad de una norma, la Justicia (en última instancia la Corte) debe decidir si hay o no violación de la Carta Magna. Si los jueces encuentran que tal violación no existe, la norma tendrá vigencia plena y nadie podrá incumplirla. En cambio, si la justicia la juzga inconstitucional, será como si, para quien la cuestionó, esa norma nunca hubiese existido.
Lo saben hasta los alumnos de la secundaria que han estudiado Instrucción Cívica. Pero lo olvidan (o parecen olvidarlo) funcionarios que sueñan con tener a la Constitución en el bolsillo.
Hay, en la Argentina actual, quienes añoran, no ya los poderes omnímodos de las Juntas, pero sí las facilidades que daba la “Corte adicta”: aquella que armó el presidente Carlos Menem, nombrando a cinco jueces aliados para asegurarse la “mayoría automática”.
Es una aspiración que debería dejarse de lado.
No cabe pretender que un miembro de la Corte sea leal, no a la Constitución, sino al gobierno que lo promovió.
Si los jueces sintieran que tienen una deuda de gratitud, también el presidente Néstor Kirchner, y su sucesora, habrían gozado de una mayoría automática en la Corte. Él nombró a cuatro de los siete miembros que hoy integran el tribunal.
En los últimos días fue notorio que, a juicio de varios funcionarios, la deuda de gratitud existe y debe ser honrada. Se los ha oído decir que, si se apartan de la voluntad oficial, los jueces incurren en infidelidad política , promueven la inestabilidad institucional y hacen que los poderes del Estado entren en conflicto.
Esto ocurre a propósito de la Ley de medios, norma a la cual el Gobierno asigna una importancia capital. Pero puede haber, en el futuro, objetivos tanto o más importantes, y sería demasiado grave que ahora se cristalizara -en el Gobierno y en la parte de la población que lo apoya- la idea de que los magistrados deben obediencia.
Más allá del caso que hoy conmueve, debe quedar claro que la Justicia no está obligada a la aceptación incondicional de cualquier texto aprobado por el Congreso , sin importar que ese texto se ajuste o no a la Constitución.
Lo primero que debe desaparecer es una teoría extravagante, esbozada recientemente por algunas figuras del Gobierno, según la cual la Justicia, en caso de no avalar los actos del Ejecutivo o “alzarse” contra una ley, contraviene la voluntad popular expresada en las urnas.
La Constitución no tolera que la Justicia sea sometida a los vaivenes electorales. Quiere que los gobiernos sean transitorios y la justicia, permanente.
Lo que impide comprenderlo es el partidismo extremo, que lleva a negar lo innegable. Para alguien embrujado por el fanatismo, está bien lo que favorece a su bando, y mal lo que favorece al contrario.
El filósofo John Rawls, autor de Teoría de la Justicia , imaginó un escenario ideal. Los miembros de una futura sociedad pactan las normas que van a regirlos, ignorando cada uno si será rico o pobre, industrial o peón, gobernante o gobernado. El “velo de la ignorancia” hace que cada uno promueva leyes justas, ya que no sabe cuál le jugará a favor y cuál le jugará en contra.
La fantasía de Rawls sirve para sostener que, en la elaboración y aplicación de las leyes, es necesario hacer -hasta donde sea posible- abstracción de los intereses propios. Eso requiere esfuerzos que ojalá todas las mayorías (la presente y las futuras) estén dispuestas a hacer: 1. Desechar la idea según la cual, invocando un “interés superior”, se puede sancionar una ley aplicable a hechos que ocurrieron cuando esa ley aún no existía.
2. Abstenerse de propiciar leyes con nombre y apellido, concebidas para premiar a un amigo o castigar a un adversario.
3. Aceptar que, nos dé la razón o nos la quite, la Justicia tiene, en toda República, la última palabra.

lunes, 10 de diciembre de 2012

29 años de Democracia

"...con el objeto de constituir la unión nacional, 
afianzar la justicia, consolidar la paz interior,
proveer a la defensa común, promover el bienestar general,
y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros,
para nuestra posteridad y para todos los hombres
del mundo que quieran habitar en el suelo argentino..."

jueves, 6 de diciembre de 2012

La indivisión de poderes - Rodolfo Terragno


El Reglamento de 1811, primer texto constitucional de la Argentina, empezaba prohibiéndole al Ejecutivo “conocer en asunto judicial alguno” o “avocarse a causas pendientes”.
Años más tarde, en sus Bases, Juan Bautista Alberdi sostuvo que la interpretación de la Constitución y las leyes debía ser potestad exclusiva del Poder Judicial, “sin ninguna limitación en cuanto a la validez de sus decisiones”- Ese principio fue establecido en la Constitución de 1853 y ha sobrevivido a todas las reformas, incluida la de 1949. Es el actual artículo 116 de la Carta Magna: “Corresponde a la Corte Suprema y a los tribunales inferiores de la Nación, el conocimiento y decisión de todas las causas que versen sobre puntos regidos por la Constitución, y por las leyes de la Nación” Sin un poder judicial independiente, un país no tiene derecho a llamarse República.
El ministro Julio Alak no lo cree así. Sus declaraciones de ayer parecen encaminadas a establecer un nuevo principio: el de la Indivisión de Poderes.
La idea suena más que extraña en boca de alguien que, como el ministro, dicta Derecho Público en la prestigiosa Universidad de la Plata.
Sin embargo, allí están sus palabras.
¿Cómo entender que la Justicia pueda “alzarse contra una ley de la Nación”, cuando es la Justicia la única facultada para interpretar las leyes?
El ministro dice que el Ejecutivo “ha detectado resoluciones extrañas” de la Cámara Civil y Comercial, la cual, según “un indicio vehemente” de que “ha incumplido” una ley.
Si los jueces insistieran en resolver lo que crean justo, se crearía, a juicio de Alak, un “conflicto de poderes”.
Es que el Ejecutivo se propone interpretar a su manera una ley, y ejecutarla le guste o no a la Justicia.
Más que “conflicto de poderes”, habría el avance de un poder sobre otro.
Cuesta creer que el ministro quiera convertir al actual gobierno constitucional –legítima y contundentemente elegido– en un gobierno de facto.
Hubo quienes lo hicieron antes. Aquel estatuto de 1811, que prohibía al Ejecutivo meterse en los asuntos judiciales, no fue del gusto de Bernardino Rivadavia: el poder detrás del triple trono del Primer Triunvirato. Rivadavia hizo anular el Reglamento y reemplazarlo por un Estatuto Provisional, que convirtió al Triunvirato en tribunal de ultima instancia, toda vez que, a su propio juicio, “lo exigiese el imperio de la necesidades y las circunstancias del momento “.
Eso deslegitimó al Triunvirato, que al año siguiente fue desplazado por José de San Martín.