martes, 12 de junio de 2012

Presidencialismos fuertes vs. derechos



Por Roberto Gargarella
Publicado en diario Perfil 13/05/12

La discusión constitucional ha quedado entrampada, políticamente, en la habitual disputa sobre la reelección presidencial; y académicamente, en el ya aburrido y bastante infructuoso debate sobre presidencialismo-parlamentarismo. Tratando de salir de tales atolladeros, en lo que sigue quisiera ocuparme de uno de los temas más interesantes –y pendientes todavía– vinculados con la reforma constitucional. Nos refiere a otra de las intensas tensiones albergadas dentro de la Constitución: aquélla entre democracia y derechos. O, en este caso, y de modo más específico, la tensión que existe entre las dos principales secciones que alberga toda Constitución: la sección de los derechos, y la sección referida a la organización del poder.
Son muchas las cuestiones merecedoras de estudio, y vinculadas con dicha tensión. La cuestión madre de todas ellas es la siguiente: ¿cómo una comunidad puede, al mismo tiempo, propiciar una Constitución tan generosa en materia de derechos (como todas las constituciones latinoamericanas) y una organización del poder tan “avara”, que organiza el poder de modo tan vertical y concentrado?
La pregunta citada puede parecer algo técnica, pero es susceptible en verdad de traducciones políticas bastante obvias y sencillas de entender. Días pasados, un militante de este Gobierno sugirió, por caso, una respuesta posible, sosteniendo algo como lo siguiente: “Aquellos interesados en defender los derechos de las personas deberían saber que en la Argentina, como en toda Latinoamérica, los momentos más ricos en la creación de derechos se han producido bajo el contexto de los presidencialismos más fuertes: Cárdenas, Yrigoyen, Vargas, Perón”. Obviamente, dicha afirmación pretendía, sobre todo –y por un lado– defender al actual presidencialismo ultraconcentrado de Cristina Kirchner, y por otro descalificar la opinión constitucional más bien opuesta, que es la que tenemos muchos, y que diría algo así: “Porque nos interesa la protección de derechos somos críticos de los sistemas de autoridad concentrada, como el que ahora tenemos”.
La discusión al respecto es muy promisoria, y de ningún modo merece agotarse en unas pocas líneas. Aquí, entonces, y por falta de espacio, daré sólo algunos indicios de cómo podría seguírsela. Señalaría entonces lo siguiente. En primer lugar, nadie niega que bajo una presidencia fuerte se puedan crear nuevos derechos. Básicamente, un presidente fuerte puede hacer demasiadas cosas –una y la contraria también–, lo que nos refiere a una de las principales virtudes y uno de los principales defectos del presidencialismo fuerte. En segundo lugar, experiencias como las citadas son, justamente, buenos ejemplos de lo atractivos y lo riesgosos que son, para los derechos, los sistemas políticos de autoridad concentrada (por tomar sólo un caso, Vargas no sólo propició una Constitución generosa en materia de derechos sociales: también se autoproclamó dictador, y abrazando una política alineada con el nazismo persiguió y encarceló masivamente a disidentes y expulsó de modo brutal a extranjeros “peligrosos”). En tercer lugar, la experiencia europea referida a la creación de los Estados sociales que más podemos admirar (los escandinavos, en particular) no nos refiere a modelos hiperpresidencialistas como los latinoamericanos sino, sobre todo, a sociedades más igualitarias, con numerosas y efectivas herramientas para el control democrático (antes que a sistemas políticos que habilitaban actitudes discrecionales de la presidencia). En cuarto lugar, dicha defensa del presidencialismo fuerte oculta que, en la práctica latinoamericana, el mismo sistema no sólo propició, ocasionalmente, la creación de derechos sociales, sino que además lideró, poco tiempo después, el desmantelamiento del Estado social destinado a hacer posibles tales derechos: Fujimori, Collor de Mello, Menem y tantos otros también deben ser incorporados en el panteón de los “presidentes fuertes”.
Resultaría un engaño, de otro modo, presentarnos un panteón tan incompleto, destinado a impedir que pensemos adecuadamente sobre los significados políticos del presidencialismo. Finalmente, lo que aquí sugerimos no debería sorprender a nadie: no hay razones para pensar que los mismos presidentes que se arrogan para sí solos todo el poder de decisión vayan a ser los que propicien una distribución del poder más democrática; es decir, una distribución del poder capaz de poner en riesgo cierto la propia autoridad detrás de la cual se acuartelan.