martes, 28 de febrero de 2012

Democrático, pero no republicano - Luis Alberto Romero


Aunque pertenece en pleno derecho a una de las familias democráticas, el peronismo no es republicano ni pretende serlo. Es cosa sabida, pero uno no deja de sorprenderse. "Las leyes se hacen para ser violadas", me contestó hace un par de años un colega kirchnerista, ante un señalamiento mío sobre la importancia de las leyes y las normas. Lo curioso en este caso fue el lugar: el recinto de la Cámara de Diputados de la Nación, en un coloquio convocado por sus autoridades, para ilustración de los legisladores. Mi colega no es un ignorante ni mucho menos: tiene su grado, su posgrado y su experiencia universitaria. Pero expresó un sentido común antirrepublicano y antiliberal que es muy fuerte en la Argentina.

La Constitución de 1853 consagró, junto con las libertades básicas, la forma republicana de gobierno. El núcleo del régimen republicano se halla en la división de poderes, y se fundamenta en la soberanía de la ley, verdadera Arca de la Alianza de nuestro contrato político. La Constitución fija una meta y un ideal, al que el país se aproximó razonablemente en la segunda mitad del siglo XIX. Restémosle el ejercicio de fuerza que un Estado apenas en gestación hizo para consolidarse y afirmar su monopolio de la violencia. Restémosle, quizá, la cuota de presidencialismo que desde Roca se agregó a un régimen que ya era presidencial. Fuera de eso, el saldo sigue siendo favorable: el régimen resultante fue republicano.

Del lado de la democracia había muchas más deficiencias. La participación electoral no era amplia -tampoco inexistente- y los gobiernos manipulaban abiertamente los resultados electorales. La Ley Sáenz Peña cambió mucho las cosas, al establecer el sufragio secreto y obligatorio y el padrón militar. Todos los argentinos varones y adultos se hicieron ciudadanos y la manipulación de los resultados se redujo mucho. Pero el aluvión ciudadano y las nuevas prácticas políticas pusieron en tensión el régimen republicano y lo hicieron chirriar. Por entonces era algo común en el mundo. En la primera posguerra nuevos movimientos políticos concentraron su artillería en el parlamentarismo, que sobrevivió en pocos lugares. Como lo había diagnosticado Tocqueville, la democracia puede llevarse mal con la libertad y la república.

Algo de eso se vio en el gobierno de Yrigoyen. Pese a provenir de un partido que hacía de la Constitución su programa, el primer presidente auténticamente democrático estaba imbuido de una convicción regeneracionista que lo llevaba a maltratar un poco las instituciones existentes. Yrigoyen "ninguneó" al Congreso de manera ostensible. Hizo leer por un secretario los discursos presidenciales anuales. Decretó intervenciones federales hasta un día antes o un día después de los períodos de sesiones. En la Cámara, una mayoría "personalista" utilizó las sesiones para endiosar a su líder y denostar a unos opositores que pagaron con la misma moneda. Se aprobaron pocas leyes y hubo en cambio muchos decretos. Pequeñeces, sin duda, en un hombre que en el fondo era profundamente republicano.

En ese tiempo emergía con fuerza una corriente ideológica y cultural que cuestionó radicalmente la República y la Constitución toda. El "Estado liberal" (una denominación algo abusiva) fue descalificado en nombre de concepciones del individuo, la sociedad y el Estado que abrevaban en el catolicismo integrista, o simplemente en el fascismo. Los individuos se concebían inmersos en sus comunidades; la sociedad era una comunidad organizada por el Estado. Este era dirigido por un líder que recibía, íntegra, la soberanía delegada por el pueblo. Otra concepción, en suma, diferente de la republicana. Una tradición en la que la ley no era ni el principio ordenador común ni el fruto de la discusión razonada de los representantes del pueblo, sino la expresión directa y variable de la voluntad del pueblo, delegada en el líder.

Es fácil reconocer en el peronismo esta tradición, originada en el nacionalismo católico y en el fascismo. Para su puesta en práctica no fue necesario reformar el núcleo dogmático de la Constitución, como reclamaban los antiliberales, sino simplemente ajustar la interpretación de las normas. Violar la ley no significa necesariamente hacerla desaparecer, sino adaptarla a las decisiones del Ejecutivo. El Congreso no dejó de existir, pero los representantes peronistas se limitaron a clausurar el debate y aprobar por aclamación. El Preámbulo de la Constitución siguió vigente, pero la unidad de doctrina, la "doctrina nacional", fue incluida en otros textos normativos.

Desde entonces y hasta 1983 las instituciones republicanas no se recuperaron. Las dictaduras militares, además de ignorarlas, trabajaron por la "unidad de discurso". Los breves regímenes constitucionales -con la excepción del de Illia, un oasis en el desierto- le dieron poca relevancia al Congreso (aún con cómodas mayorías) y prefirieron negociar con los factores de poder reales: las Fuerzas Armadas, los sindicatos, los empresarios, la Iglesia. Aquellos con los que en 1973 Perón intentó, algo ingenuamente, reconstruir su Comunidad Organizada.

El año 1983 fue una fecha crucial, pues el gobierno triunfante se propuso armonizar la democracia y la república. No fue una "recuperación", sino la fundación de un orden hasta entonces no conocido, fundado en el doble principio de la soberanía popular y la soberanía de la ley. En la práctica hubo transgresiones, pero me parecen menores en comparación con el enorme esfuerzo pedagógico realizado por el gobierno electo -a menudo en contra de sus intereses políticos inmediatos- para consolidar esos principios.

Duró poco. Quizá porque tales convicciones no arraigaban en la cultura política argentina, trabajada por seis décadas de catolicismo, nacionalismo y populismo. ¿Habría bastado una pedagogía presidencial más sostenida para modificarla? No llegamos a saberlo, porque la crisis económica sumergió a la política en un marasmo. Sobre todo, porque las salidas de la crisis consistieron en dotar a los gobiernos con recursos extraordinarios, cuyo ejercicio -más allá de su eficacia eventual- corroía necesariamente la institucionalidad republicana.

Desde entonces, como escribió Hugo Quiroga, vivimos en "emergencia permanente". El Congreso viene delegando voluntariamente gran parte de sus atribuciones en el Poder Ejecutivo. Las que no delega, éste se las toma, sin que nadie le reclame. Quizá la supervivencia de la comunidad requirió y requiere semejante delegación. O no. Pero desde 1989 todas las políticas de emergencia, de sentidos e intenciones diferentes, han tenido un punto en común: desarmar un Estado cada vez más maltrecho, destruir sus órganos de control e información y corroer sus normas, siempre modificables en razón de la emergencia. Así se esfuma el Estado -pieza central en un régimen republicano- y sólo quedan los gobiernos, que desde 1989 han sido peronistas.

Son gobiernos elegidos democráticamente, pero con escasas intenciones republicanas. Aquel peronismo que pareció cambiar en 1983 va recuperando, a pasos agigantados, su impronta inicial antirrepublicana. Las prácticas están hoy a la vista. En cuanto al discurso, es hoy común que sus defensores reiteren el viejo tópico que contrapone la democracia real con la formal; que los gobernantes critiquen a quienes, al reclamar por las normas, "ponen palos en la rueda"; que interpreten una mayoría electoral como una delegación total del poder en el jefe. En esa recuperación, no es extraño que un académico ilustrado, consciente del sentido de lo que dice, afirme que las normas han sido hechas para ser violadas.

Es posible que el gobierno peronista actual, o el de los años 90, hayan sido exitosos. Hay opiniones. Pero, sin duda, ninguno de los dos ha sido republicano. Tuvieron y tienen escasa preocupación por las instituciones o por la soberanía de la ley. Hace poco, Benedicto XVI, ante el Parlamento alemán, parafraseó una frase de San Agustín que viene al caso: "Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue al Estado de una gran banda de bandidos?" Deberíamos tratar de no llegar a ese extremo.




Publicado en La Nación, 29 de diciembre de 2011.